El Neujahrskonzert, el famoso concierto de Año Nuevo de Viena, tiene un raro estatuto.
Vía: www.lanacion.com.ar | Pablo Gianera | LA NACION
Por un lado, parece siempre más o menos idéntico, como si los vieneses se glorificaran a sí mismos y a su ciudad en una ceremonia inmutable (de ahí que sea también una lujosa puesta en escena social); pero, por el otro, cada año trae consigo sus propias sorpresas. En cierto modo, el Neujahrskonzert cambia en el interior de una permanencia. El concierto de 2017, recién publicado por Sony, fue el del debut de Gustavo Dudamel, que se convirtió así en el director más joven en la historia del Neujahrskonzert.
A lo largo de los años, cada director incorporó alguna pieza nueva (el cambio en la permanencia); podemos recordar el maravilloso histrionismo de Daniel Barenboim cuando hizo, en 2009, el Finale de la Abschiedssymphonie de Haydn. Dudamel, por su lado, introdujo nada menos que ocho piezas nunca oídas en los conciertos de Año Nuevo. Esto, sin embargo, no quiere decir en absoluto que fueran desconocidas. Es el caso del hitLes Patineurs opus 183 de Émile Waldteufel. Parece extravagante que a nadie se le haya ocurrido antes incluir esta pieza. Como sea, el trabajo de Dudamel con la Filarmónica de Viena es magistral, delicadísimo en el rubato, enérgico cuando hace falta. Hay que escuchar además el silencio con el que prepara la entrada del tema en el final de esa modesta obra maestra de Waldteufel.
Pero la originalidad de Dudamel, como la de casi todos en todas las cosas, depende de las condiciones. Ya sabemos que su sensibilidad rítmica es sencillamente asombrosa, y eso se nota sobre todo en las marchas y las polcas. Sus versiones de Nechledil-Marsch, de Franz Lehár, o de Pepita Polka y Rotunde-Qadrille, de Johann Strauss II, incluso la infaltable Radetzky, transcurren apasionantes y con pulso de acero.
Otra cosa es el vals. Lo mismo que el propio Neujahrskonzert, el vals es también una especie de fenómeno sociológico. Entre los muchos versos famosos de El murciélago, hay dos que son con justicia los más citados: Glücklich ist, wer vergisst/ Was doch nicht zu ändern ist (Es feliz quien aprende a olvidar/ lo que no puede cambiar). Esas palabras escasas encierran una definición completa de la Viena en tiempos de los Strauss. La felicidad vienesa es una felicidad que parece haberse impuesto a la tragedia y, por lo tanto, no del todo diáfana, sino más bien reticente y amenazada por recuerdos. Lo que domina en el vals es la gravedad de lo frívolo. Situarse musicalmente en esa zona indefinida y lograr que se transparente toda su ambigüedad es un privilegio de muy pocos intérpretes.
Se extraña en la lectura de Dudamel esa lasitud centroeuropea tan típica. Pero, inteligentemente, el director llega a ese punto de distanciamiento por otros medios. Vayamos al canon: El Danubio azul. Dudamel es distante, con una precisión rítmica que vuelve a ser punzante, pero esa misma “objetividad”, digámoslo así, le confiere un extrañamiento que lo mantiene a salvo de cualquier impostura sentimental.
La de Dudamel es una lectura del vals que no viene del corazón del vals vienés. Pero es posible que la única manera de amar el vals sea para nosotros ahora esta especie de aproximación indirecta.