La educación sistemática del músico en nuestros países ha estado fundamentalmente centrada en los llamados Conservatorios de Música
Vía: 6notas.wordpress.com | por Eduardo Cáceres
En: Revista Musical Chilena, vol. 55, Nº 196, Santiago de Chile, julio 2001.
Casualmente, el nombre de éstos alude al hecho de conservar la música en su estado original. Esta palabra ha tenido tal fuerza, sobre todo en nuestra Latinoamérica, que remover mínimamente aquello que con tanto esmero “se conserva” es realmente una tarea de titanes. Al parecer, los colonizados no pueden cambiar lo que inventaron los colonizadores.
La música llamada docta, por ejemplo, se ha manifestado en nuestro continente como una bandera de la cultura, cosa que no es mentira, pero está claro que con los años, aunque se creyó otra cosa, este monstruo de la cultura musical docta ha pasado a ser una anécdota histórica, que se manifiesta en museos de música llamados salas de concierto, o nos da una señal auténtica de su fuerza que nos pone inevitablemente frente a un paisaje sin objetos, en donde sólo dentro de su marco debemos dibujar nuestros ideales creativos.
Creo que no podemos olvidar algunas cuestiones básicas dentro de lo que ha sido tradición política en nuestro país y que nos trae de regalo una música que en su origen es revolucionaria y tremendamente contestataria. Sin embargo, se introduce en Latinoamérica con un ropaje que adquirió en su viaje por el Atlántico y que se convirtió en placeres de las clases sociales que mantienen aún el poder económico.
Esta idea puede sonar a resentimiento, a pesar de que es indiscutible para todos por sus hechos. Uno de ellos es que va a generar toda una línea cultural que con el tiempo nos condujo a la difícil situación de tener a un estudiante de último año en una carrera de música, en un conservatorio, con nociones casi nulas de lo que ha acontecido, por ejemplo, con la música del siglo XX, y si lo aprendió – por eso digo casi – fue gracias a un curso, seminario u otra actividad extraprogramática. Y no voy a mencionar la ausencia del estudio de la música compuesta en los últimos cincuenta años entre los intérpretes, por ser generoso y no entrar en polémicas absurdas, puesto que el solo hecho de que no se enseñe ya es lo suficientemente absurdo.
Lo paradójico de esta situación es que nos esmeramos por mantener un arte que no inventamos, nos esmeramos por invertir miles de dólares en difundir un arte musical de hace más de cien años que a esta altura se defiende solo, que lo apoyan sus propios países de origen, los que, además, se preocupan de salvaguardar el arte que generan hoy, el que seguramente deberemos sostener nosotros en el futuro, puesto que al no haber una preocupación real por lo que se crea e inventa en nuestros países actualmente, el destino inevitable de nuestras creaciones será permanecer en un armario o en una biblioteca muy prestigiosa, pero sin sonar.
Por otro lado, el riesgo también nace de los mismos músicos, especialmente intérpretes de música clásica, cuya máxima ambición es interpretar muy bien a Mozart y que ansían viajar a Europa a “perfeccionarse” en alguna escuela de Alemania o Francia y así poder tocar bien ese repertorio. Desde aquí les digo: por favor vayan; por favor viajen a Europa y comprueben cómo el músico en los países europeos se convierte, actualmente, en materia dúctil que busca, que promueve otra música y que la alternativa de sólo tocar muy bien a los clásicos es una opción de algunos que no desean que el mundo pueda ser otra cosa. Además, para el bien de la humanidad, en los últimos cien años han nacido también otros compositores en África, Latinoamérica y Asia.
Desde nuestra ubicación geográfica, Chile ya no se puede quejar de aislamiento ni de no tener acceso a la información que circula por el planeta. Si bien ésta puede haber sido la bandera de lucha de algunos, en las condiciones actuales, con TV Cable e Internet, el acceso a la integración y al concepto “aldea global”, sólo para mencionar dos ejemplos, se hace cada vez más elocuente.
En este mar los músicos podemos navegar día a día recogiendo visiones sonoras, no sólo de lo cercano tangible, sino, también, de lo cercano intangible. El músico creativo busca permanentemente, investiga, se arriesga a lo que no conoce, escucha lo que no acepta, acepta lo que no conoce, se crean caminos de integración global, sin ignorar la globalidad del pensamiento vernáculo. El acercamiento a nuevas propuestas nace de esta globalidad, que adquiere su localismo o proyección planetaria, en una actitud de apertura permanente a aquello que resuena y trasciende.
Nuestros oídos están expuestos como nunca a la variedad sonora, a la saturación y a la imposición de lo que no queremos escuchar, ya sea viniendo de vecinos, en un bus, en el supermercado u otro lugar que no permita la opción del silencio. Como nunca el hombre moderno tiene la opción de poder construir su propio discurso musical proveniente de soportes como la radio, la televisión y el disco compacto; asimismo, se nos ofrece la alternativa del “zapping sonoro” que construye y deconstruye la música, cualquiera sea su estética, tendencia, origen, época y calidad. De esta manera cualquier auditor se convierte en el artífice de una continuidad, que es la propia, y relega a la creación, en su forma original, al capricho del auditor.
En la construcción y deconstrucción permanente, músicos y auditores ortodoxos y liberales nos movemos sin escapatoria, más que de una reclusión “del mundanal ruido”, lo más lejos posible. Estamos entonces ante una problemática mucho más amplia que la de la música, estamos ante la problemática del sonido, del sonido como fenómeno que contiene a la música en su interior.
Cualquier intento de identidad no resultará muy real si no partimos de resultados comprobados que nos ha dejado el pasado y el presente, por una parte, y, por otra, intentos, riesgos, nuevas ideas y otros caminos en la educación de nuestros músicos que nos puedan conducir idealmente a un artista con una mejor visión de su entorno y sus posibilidades potenciales. Cualquier intento de identidad significa abolir, de una vez por todas, aquellas prácticas musicales – o lo diré de una manera mejor –, aquellas teorías de la música que producen en el alumno la sensación del embotellamiento; es decir, que tiene la impresión de estar lleno de no se sabe qué y a la vez encerrado, no se sabe dónde, sin poder “hacer la música”, usarla, crearla y vivirla a partir de sí mismo, a pesar de ya haberla estudiado por más de cinco o seis años, en otras palabras, sentirse músico sin poder sentirlo. Cualquier intento sólo pasará con el cambio radical de los maestros que han y hemos tenido una educación en gran porcentaje muerta y estática, repetidora de fórmulas, llena de santos, de recetas y prejuicios, como si estudiáramos religión en vez de música.
Cualquier cambio no tendrá mayores resultados en la educación sistemática en escuelas e instituciones, si los medios de comunicación no nos acompañan a diario instalando modelos, modas, calidad y rutas en la música. No olvidemos que la educación es un fenómeno activo que está presente en toda nuestra vida en tanto seamos perceptivos, receptivos y/o críticos con aquello que ingresa cada día por nuestros oídos, sin poder controlarlo con el simple hecho de cerrarlos o cambiar su dirección, como podemos hacerlo con los ojos. La radio y la televisión, en un intento de futuro, podrían replantearse eventualmente que el efecto de “bombardeo” permanente hacia el espectador y el auditor generará, como ya está sucediendo, tal cantidad de saturación por la gran información que se recibe, que, finalmente, la indiferencia frente a lo que se ve o a lo que se escucha puede provocar, a la larga y como una medida de autodefensa del organismo y del cuerpo humano, un rechazo cotidiano y continuado a seguir viendo o escuchando programas y se opte por la alternativa de escuchar discos y casetes recomendados o arrendar tres o cuatro videos para el fin de semana.
Los medios de comunicación nos dan la posibilidad de lo diverso, lo que en nuestro mundo es positivo, mas la dosificación en todo también es positiva, ya que nos permite madurar la información e internalizarla.
Con todos los aportes de los medios de comunicación dosificados y una apertura de la institución educativa hacia otras realidades musicales que no sean las propias, nos podremos acercar a una educación del músico, de nuestro músico que habita geográficamente donde el planeta se acaba, pero si lo vemos revertidamente y con optimismo, éste habita en donde todo puede comenzar. Nuestra situación de país latinoamericano, colonizado y tercermundista nos da culturalmente más ventajas que desventajas. No olvidemos que estamos hablando desde hoy en adelante. Tal vez el pasado ha sido con nosotros un poco despectivo en el escenario mundial, pero nada de lo que ha sido tiene el deber de seguir siéndolo como norma general.
Los localismos cuando son propios, son, porque ahí se han generado, ahí nacieron. Si tenemos que justificar el folclore, por ejemplo, en la actual globalización, es porque naturalmente todo tiene un lugar en donde nació. Lo que provoca la crisis es aquello que viene a asumir la careta de lo auténtico en otro lugar, así como dijo un alcalde:“Es en este teatro en donde nace, vive y se desarrolla la cultura chilena”. No mencionaré el alcalde ni el teatro donde sucede toda nuestra cultura nacional, pero aunque fuera cualquier teatro, ¿no les parece que es una percepción muy desgraciada de nuestra cultura? Creo que nuestra ubicación en el planeta nos deja en una gran ventaja para acceder a todas las culturas. Como músicos no tenemos que rendir de manera ortodoxa cuentas a nadie, pues como nación no tenemos nada en particular que nos haya definido hasta hoy, no tenemos una música de país que nos haga reconocibles en cualquier lugar del mundo. El no tener ningún peso de alguna tradición musical fácilmente identificable sobre nuestros hombros, nos plantea el mejor de los desafíos en la música.
Nuestra educación hacia el músico – y consecuente con esta postura – nos pondrá en la situación de asumir de una vez por todas nuestra hibridez cultural, nuestro todo, de lo que llega y se queda y asienta como si fuera propio; mas nada ha tenido la fuerza suficiente para constituirse como totalidad, porque nuestra totalidad necesaria e históricamente está en todo lo ecléctica que pueda ser nuestra música, así como lo ecléctico que nosotros somos.
La posmodernidad, como conducta asumida, estará de nuestro lado si la vivimos plenamente y hacemos intentos para disfrutarla, puesto que en Chile se presenta casi sin reparos, la tenemos en pleno. Aquello que por años nos ha penado como ausente y ha sido tema de grandes polémicas, “¿qué es y cuál es nuestra identidad cultural?”,estará en nuestras manos después de elaborarle con todo lo heterogéneo que se nos haya presentado en la vida cotidiana. Con esa misma materia podremos estructurar nuestro arte musical.
No es de lamentar que Chile sea tan largo. Lo largo de su geografía climática nos regala trotes, décimas, kultrunes y periconas. No es de lamentar que tengamos casi doscientos años de Bach, Mozart y Beethoven, así como tampoco lo es la fuerza con que han ingresado en las últimas décadas la música caribeña, el jazz, el rock y la música de Oriente. Todo esto, sumado a los aportes que la electrónica y la computación son capaces de dar – si las instituciones lo permiten y se lo permiten, junto con maestros dispuestos a renovar su condición de tales –, se podría ofrecer una educación al músico a partir de nuestra realidad musical y sociocultural, en una educación musical que para existir no pase por ser proselitista y religiosa. Nuestro músico – y aceptémoslo de una vez por todas – no es, ni será Beethoven, ni mapuche, ni Violeta, ni genio del rock o del pop, sino el conjunto de lo que nos pueda entregar toda esa música y nos dará la visión de un creador que ha partido desde su propia realidad, identidad, tiempo, condición y geografía.