Escrito por Pablo Kohan | Para LA NACION
Le agradecemos a María Elisa Flushing por la gentileza de enviarnos la nota
En 1908, Arturo Toscanini dejó La Scala de Milán y se trasladó a Nueva York para asumir la dirección del Metropolitan Opera House. Para la primera producción de Madama Butterfly en el Met, fue contratada Geraldine Farrar, la gran soprano estadounidense del momento. La cantante tenía 26 años, era sumamente atractiva y con singular repercusión, había debutado en el teatro dos años antes. Y chocaron los planetas. El gran director y la prima donna se enfrentaron tratando cada uno de imponer sus ideas. Los ensayos fueron un campo de batalla.
En un momento, Farrar le dijo que el director debía ceder el paso. Toscanini le preguntó por qué y su respuesta fue contundente: “Porque yo soy una estrella”. La continuidad de la discusión tiene distintas variantes. Martin Mayer, periodista e historiador, dice que Toscanini respondió: “Las estrellas están en el cielo, mademoiselle. Usted es una artista llana y por lo tanto, debe obedecer mis indicaciones”. George Marek, en su biografía de Toscanini, aporta otra respuesta: “Geraldine, las estrellas están en el cielo. Acá somos todos artistas. Buenos o malos artistas. Usted es una mala artista”. El afamado hombre de prensa del Met, Francis Robinson, afirmó muchos años después que Farrar, envalentonada, subió la apuesta: “El público paga para ver mi rostro y no su espalda”. Versiones, chismes, dimes y diretes, algo de todo esto debe haber sucedido porque Farrar, en su libro Such sweet compulsion, recuerda el entredicho aunque sin entrar en detalles. De todos modos, uno y otra dejaron las rencillas a un lado e hicieron la ópera de Puccini, que fue un éxito colosal. Y no sólo eso. Rápidamente, los contrincantes devinieron en amantes.