Estampas | DOMINGO 21 DE OCTUBRE DE 2012
Oí por primera vez una pieza de Aldemaro a principios de los años ochenta, cuando mi hermano estaba ensayando en casa el Cuarteto latinoamericano para saxofones que el maestro compuso. De inmediato, la obra me impactó por lo hermosa, pero, sobre todo, porque era un ejemplo de esa música clásica que navega con soltura entre lo académico y lo popular. No podía ser de otra forma porque era un tipo con una postura abierta ante la vida y la música.
Aldemaro conoció y compartió con grandes maestros del siglo XX como Igor Stravinsky, Juan García Esquivel o Michel Legrand, pero a la hora de componer no albergaba prejuicio hacia ningún género musical, sencillamente porque le interesaba descubrir la poesía, la belleza y el placer que había en la música, fuera cual fuera su estilo. Quizás por eso fue capaz de escribir con igual ingenio y vivacidad un bolero o un concierto para orquesta sinfónica.El hecho de que estuviera tan cerca de la música popular le dio a sus piezas académicas una característica muy directa en cuanto a lo que quería expresar y hacerle sentir al oyente. Sus obras sinfónicas son magistrales. La Fuga con Pajarillo o el Vals para Clementina, por solo nombrar dos, están escritas con la técnica barroca de Bach, pero con patrones melódicos que pertenecen a los géneros tradicionales venezolanos, y creo que allí radica su gran encanto y uno de sus muchos valores.
Su Onda Nueva, aquel género que inventó y divulgó en todo el mundo, marcó un hito en la historia musical venezolana. Aunque la descubrí ya de adulto debido a que en el apogeo de sus festivales yo estaba muy pequeño, siempre me pareció fascinante rítmicamente porque incorporó códigos clásicos al joropo y lo hizo más universal y menos provinciano; todo, sin alterar su esencia. La Onda Nueva internacionalizó el joropo y le permitió al oyente extranjero acercarse y comprender nuestro ritmo nacional por excelencia. Lo mejor es que está por encima de las tonterías del encasillamiento y su vigencia es inmune al tiempo. Los cuatristas de hoy son fanáticos de la Onda Nueva y están influenciados por ella porque conocen y disfrutan la riqueza rítmica con la que explora la venezolanidad.
Que me hayan convidado a hablar de Aldemaro es un gran honor porque es de las pocas oportunidades que he tenido de retribuir, de algún modo, lo que nos legó como venezolanos y lo que me dejó personalmente. Gracias al Ensamble Gurrufío compartí con él en lo profesional y afectivo y tuve la suerte de que me dedicara dos de sus piezas: un concierto para flauta y orquesta que me entregó para estrenar junto a Rodolfo Saglimbeni y la Orquesta Gran Mariscal de Ayacucho, y un miniconcierto para flauta y violoncello que, lamentablemente, no pudo escuchar porque falleció.
Fue un hombre trabajador y prolífico, y la prueba es que compuso más de 250 piezas musicales. Por eso, hoy más que nunca, estoy convencido de que las nuevas generaciones deben estudiar e interpretar la música de Aldemaro, porque todas sus obras hablan un lenguaje que nos pertenece. Creo que él, como Antonio Lauro y unos poquísimos compositores criollos, nos abrió una puerta por la cual tenemos que seguir metiéndonos para desarrollar un estilo propio y nacional.
El mejor homenaje que podemos rendirle es interpretarlo y reivindicar sus peripecias, porque su música es poderosa y está impregnada de sus aventuras.
Aldemaro era un tipo increíblemente apasionado, para bien y para mal. No paró de echar broma nunca, hizo lo que quiso, vivió a su manera y así es su obra: libre, hedonista, compleja y ahora nuestra. Esa amplitud es algo de lo cual muchos músicos hemos aprendido y otros tienen que aprender.