Michael Haneke eligió con mucho cuidado la banda sonora de su film Amour, integrada por obras de Schubert y Beethoven, interpretadas por Alexandre Tharaud. Su propósito parece haber sido teñir la intimidad de la pareja protagónica con la atmósfera de ocaso de ese repertorio
Las diversas maneras en que la música “sirve” a un film son casi tan distintas como las películas. El compositor Michel Chion, autor del libro de referencia La música en el cine, aislaba un puñado de ellas: reparación, vínculo, aliño, parche y camuflaje. En un objeto que por lo general termina de constituirse en el montaje, la música es algo así como la caja de herramientas y el pegamento. La decisión de elegir una música que preexista al film parecería simplificar las cosas -en algún sentido lo hace- pero introduce otra incertidumbre: la condición inmotivada de esa banda de sonido respecto de las escenas en pantalla. Hay ahí entonces una relación que demanda ser creada.
Amour, la película del austríaco Michael Haneke, constituye en este sentido un caso singular. Usa poquísima música, y casi toda la que usa transcurre en el espacio de la ficción y es, por lo tanto, lo que se llama intradiegética, es decir que se ubica en el interior de la narración cinematográfica. Hay una sola excepción, que Haneke dosifica muy hábilmente. En el principio (o mejor dicho en el principio del flashback que sobreviene después del inicio efectivo del film), se ve al público de un concierto desde la perspectiva del escenario, como si el espectáculo fuera el público. Inmediatamente, un pianista fuera de campo toca el Impromptu D. 899 en do menor de Franz Schubert. Sin embargo, la escena cambia enseguida. Ahora, en el camarín, la pareja protagonista (Emanuelle Riva y Jean-Louis Trintignant) saluda al pianista después del recital, mientras el impromptu se convierte en extradiegético. El pianista no es un actor; es Alexandre Tharaud, uno de los intérpretes franceses más refinados de la actualidad (muchos porteños recordarán la integral para piano de Maurice Ravel que tocó en el Teatro Coliseo en 2007), que verdaderamente tiene a Schubert en su repertorio. Aunque no se menciona nunca su apellido, Tharaud hace un poco aquí de sí mismo. Es, llamémoslo así, un efecto de realidad que Haneke introduce en la película. Al pianista suelen gustarle asimismo las transcripciones, y no es casual que en Amour aparezca el concentrado “Ich ruf zu dir, Herr Jesu Christ”, de Bach, en la transcripción de Ferruccio Busoni.
Pero los ejes musicales de la película son Schubert y Beethoven; son ejes lábiles, irrupciones intermitentes que, con todo, definen el contorno emocional de la trama. ¿Qué conexión existe entre esa música y el vínculo sentimental de los ancianos, puesto a prueba por la irreversible declinación física de la mujer? La respuesta a esa pregunta no es simple y demanda tal vez un punto de especulación; dicho de otra manera: es necesario volver evidente aquello -la relación música
acción- que Haneke dejó deliberadamente velado. El mayor asombro que suscita Tharaud en la pareja de ancianos es de orden técnico (“Las semicorcheas del presto fueron increíbles. ¡Qué sutileza!”), pero Haneke sobrepasa ese marco banal del virtuosismo.
Es cierto, desde luego, que ni Schubert ni Beethoven “cuentan” la historia que cuenta la película (ni tampoco ninguna otra), pero la relación entre ellas no es un modo alguno arbitraria, y tampoco se trata de esa necesidad que impone lo ya hecho, como si se dijera: Amour no podría ser de otro modo porque así como es se la conoce. La categoría de “lo tardío”, que tan bien formularon primero Adorno y luego entre otros Edward Said, resulta particularmente útil. Lo tardío suele estar asociado con el deterioro y la decadencia de un cuerpo -no necesariamente derivada del envejecimiento, si bien no lo excluye-, con la posibilidad inminente de un final. Este período tiene como efecto en el arte la adquisición de un nuevo lenguaje, precisamente el llamado “estilo tardío”. El arte no resigna sus derechos a favor de la realidad, y acaso por eso, en palabras de Adorno, las “obras tardías son las catástrofes”.
Haneke eligió con extremo cuidado la música de Amour. Su propósito parece haber sido encapsular en la intimidad de la relación de pareja esa consideración adorniana de vastas perspectivas estéticas y sociales. Pensemos solamente en los dos impromptus schubertianos, el que está en la tonalidad de do menor y el que está en la de sol bemol mayor. En el primero, se encuentran no sólo anticipaciones del Winterreise, el más emblemático de sus ciclos tardíos de lieder, sino también ecos del lied “Erlkönig”, cuya anécdota trafica asimismo con la idea de la finitud en la figura de la muerte que disputa al galope la vida de un niño ante la indiferencia del padre. A la vez, la coda del impromptu en sol bemol mantiene una cercanía tonal con el impromptu en do menor, lo que suscita un tejido de alusiones que ejerce su efecto también en las imágenes, como cuando Trintignant lo escucha en la grabación de Tharaud pero con la alucinación de que es su mujer, ya impedida, quien lo toca en la sala del departamento parisino.
Algo no muy distinto pasa con Beethoven. De él, Tharaud toca, a instancias de su vieja profesora (Riva), la segunda de las Bagatelles, en sol menor, del opus 126. De la dura roca que Beethoven esculpió con sus últimas seis sonatas, salieron estas miniaturas, en absoluto ligeras, pero sí sometidas a una estricta contracción. La tonalidad principal suele quedar siempre amenazada y las cesuras se imponen sobre las mediaciones. Todo es aquí abrupto, desinteresado de cualquier refinamiento y condescendencia cortés. Así también Haneke: su crueldad es el efecto del estado de catástrofe de lo tardío; una catástrofe que preanuncia antes la música que la anécdota..