Vía: El Universo | Escrito por Alfonso Reece Dousdebés
Pasado mañana se cumplirán doscientos años del nacimiento de uno de los mayores genios musicales, Richard Wagner. A diferencia de otros músicos excepcionales, como Beethoven, Rossini o Liszt, a los que se venera sin reparar en defectillos que pudieron tener, cualquier persona medio sensata que expresa admiración por la innegable grandeza de Wagner, lo hace tomando distancia y salvedades, pues está contaminado de una espantosa mácula: fue un declarado antisemita. Se ha tratado de minimizar esta ideología, como una especie de travesura que se le puede perdonar a un genio, pero no es así.
El prejuicio antijudío inficiona la obra del compositor alemán. Desenredando la compleja trama simbólica de sus óperas, eruditos analistas han demostrado muy convincentemente que en ellas se glorifica a la raza germana en personajes divinos, mientras que los antagonistas, feos y malignos, son pintados con claros rasgos hebreos. Y esto no pasaría de ser una especulación más o menos ingeniosa, si en la vasta pero poco leída obra ensayística del compositor no apareciese de manera enfática y clara su repugnancia hacia los judíos. Hay evidencia de que Hitler fue influido por Wagner probablemente más que por filósofos, escritores y otros artistas. Y no hace falta ser demasiado docto para ver que en la liturgia grandilocuente del nacionalsocialismo había una evidente influencia de la operística wagneriana, sin que faltasen, muchas veces, ejecuciones de sus obras en actos nazis. Esto ha provocado, y se entiende, que Wagner sea anatema en Israel. Daniel Barenboim es uno de los mejores directores de orquesta del mundo, judío argentino, también tiene nacionalidad israelí. Hace unos años se atrevió a tocar una pieza de Tristán e Isolda en Jerusalén, levantando una feroz polémica. Otros intentos de hacer algo parecido no han cuajado.
La política es un arte cuyos efectos se desarrollan más en el campo de las sensaciones y lo irracional. Cuando se habla de la “inteligencia política” de una persona, no se está pensando en la capacidad de razonamiento abstracto, sino en la destreza para producir sensaciones y efectos. No sorprende entonces que el imaginario político sea muy influido por la música que, con sutileza, penetra en los sectores irracionales de la mente, en los sentimientos, siendo más convincente que la lógica. Una canción vale por mil discursos y de hecho muchísima más gente oye canciones que lee libros. Aterrizando en nuestra circunstancia estas teorías, es evidente que los libros de los teóricos del socialismo nacionalista del siglo XXI no han sido leídos más que por unos pocos iniciados fanáticos. En cambio, millones de personas estuvieron expuestas a la llamada “música protesta” de los años setenta. En sus letras, henchidas de resentimiento e impotencia, aprendieron a despreciar al emprendimiento privado, a la prensa libre, a las instituciones republicanas y a los valores occidentales. Solo hacía falta que alguien recogiera lo que estos músicos sembraron, apoderándose de sus versos, convirtiéndolos en consignas electorales primero y luego en programas de gobierno. La tenían fácil.