Por Pablo Kohan | Para LA NACION
No fue solamente el más grande virtuoso del violín de su tiempo sino una personalidad única, fenomenal. Cuando los medios de comunicación de masas no eran ni siquiera imaginados, Paganini ya sabía aplicar los recursos más extraordinarios e infalibles para promocionar sus actividades de las maneras más efectivas y generar expectativas en los lugares más lejanos de Europa. Pero no iba a todos lados y elegía sus destinos con el máximo detenimiento. En esa selección no intervenían sólo sus apetencias pecuniarias, tan célebres como desmedidas, sino ciertos miedos que no podía manejar. Paganini, a quien nunca le molestó que se dijera que había hecho un pacto con el diablo, una manera muy fáustica de explicar sus prodigios con el instrumento, era supersticioso. Y dentro de la irracionalidad compulsiva que, indefectiblemente, promueven las supersticiones se encontraba Inglaterra.

Sus excursiones hacia el Norte concluían en París y alguna otra localidad francesa, pero no había manera de que cruzara el Canal de la Mancha. Pero en 1831, con más de treinta años de conciertos, giras y reconocimiento en todo el continente, desde Londres comprendieron que, en el caso del gran violinista, había una única manera de vencer sus pánicos. Le hicieron llegar una oferta monetaria desmedida, casi grosera, para derrotar a los peores agüeros. Y esa mezcla extraña y muy paganiniana que conformaban la avaricia y la codicia venció a todas las aprensiones, aún las más poderosas e injustificadas, y, violín en bolsa, marchó a la capital inglesa. No sólo que no le pasó nada sino que, libra va, chelín vuelve, regresó ininterrumpidamente hasta 1834 acumulando glorias y fortunas, dos criaturas que lo hacían particularmente feliz.