Por Pablo Kohan | Para LA NACION
Lillie de Hegermann-Lindencrone fue una cantante estadounidense de escasa relevancia que abandonó su carrera cuando se casó con un diplomático danés, de quien tomó su apellido, y se dedicó a escribir sus memorias, que fueron publicadas, en 1913, con el luminoso título de The Sunny Side of Diplomatic Life. Entre muchas intrascendencias, con todo, aparecen relatos musicales muy interesantes. Por ejemplo, uno de Daniel Auber, aquel celebrado compositor francés que, en una reunión de amigos, recordaba que en un teatro parisino la orquesta había tocado la obertura de Tannhäuser, de Wagner, de un modo más que aceptable. Sin embargo, los aplausos que la continuaron no fueron muy entusiastas. Liszt, presente en el lugar, sintió que esa respuesta era injusta. Por lo tanto, desde su palco comenzó a aplaudir de un modo tan enérgico y ostensible que todo el público dirigió su mirada hacia él. Más que célebre, una figura descomunal, una verdadera personalidad musical, Liszt fue inmediatamente reconocido y todos comenzaron a aplaudirlo a él. Liszt empezó a gritar, “¡Bis!, ¡Bis!, ¡Bis!” y la platea, como el coro que sigue al chantre, repitió “¡Bis! ¡Bis! ¡Bis!” Entonces, la orquesta repitió, completa, toda la obertura. En el final, el público ignoró a la orquesta y, mirándolo a Liszt, estalló en un atronador “¡Viva Liszt!” Auber, que nunca ocultó sus reticencias hacia la música y las propuestas teatrales de Wagner ni su admiración por el pianista Liszt, más que por el compositor, se regocijaba diciendo que jamás antes, en ninguna sala, había visto que se aplaudiera y vivara a un músico que no había sido el autor de la obra que se había escuchado. Por supuesto, también contó que Liszt se fue más que encantado de esa función.