Javier Perianes es, seguramente, el pianisma español actual más prestigioso. De familia humilde, su filosofía es la contraria a la de los instrumentistas estrella
A Javier Perianes (Huelva, 1978), quizá el pianista español vivo de más prestigio en el mundo de la música clásica internacional, se le cala no oyéndole hablar de Schumann sino de su infancia en un pueblo llamado Nerva. “Fui tremendamente feliz y todo el cariño que un niño pueda necesitar, lo recibí multiplicado por 18”, rememora hoy, sentado en una cafetería madrileña, todo acento onubense, todo gesticulación, todo respuesta en forma de diálogos consigo mismo.
“Sí, nos costaba trabajo llegar a fin de mes. Pero ahí estaba mi madre, organizando el sueldo de mi padre, que era electricista en las minas del Riotinto. Entonces España tenía al socialista Carlos Solchaga de ministro de Economía y nosotros teníamos a mi madre. Solchaga decía que España debía apretarse el cinturón. Mi madre… Llegaba mi hermano de la facultad de medicina: ‘Mamá, tengo que comprarme un libro de anatomía patológica’. ‘¿Cuánto cuesta?’. ‘5.000 pesetas’. ‘Dame cinco minutos, que me organice’. Cada rejonazo era duro, pero ella lo hacía posible. ‘Mamá, a las sonatas de Beethoven me dice la profesora que con fotocopias no puedo ir’. ‘Venga, ¿cuánto cuesta?’ ‘2.500 pesetas’. ‘¿2.500, mecagoenlá?”.
Historias de atribulada economía familiar siempre ha habido en el mundo de la música clásica. Se cuentan desde hace siglos. El viejo relato del joven humilde que a través de una comunión espiritual con la música acaba deleitando a la burguesía. Perianes, que ha estudiado con los mejores profesores del mundo, como Daniel Barenboim o Alicia de Larrocha; trabajado con los mejores directores de orquesta del mundo, de Lorin Maazel a Zubin Mehta, y tocado en las salas de más prestigio del mundo, del Carnegie Hall de Nueva York al conservatorio Tchaikovsky de Moscú, prefiere vivir sin estos artificios. De forma revolucionaria en un mundillo de genios encorsetados en rituales centenarios, él preferiría no cultivar imagen alguna.
“Parece que los músicos de clásica tenemos que ser criaturas elevadas, cuando somos personas normales”, explica. “Un día, cuando salió mi disco de Falla, me llamó un periodista. Le dije: ‘Me vas a perdonar pero me pillas comprando pescado’. De fondo: ‘Ponme una dorada bien troceada’. Me dice el tío: ‘Qué poco elevado, ¿no?’. Como si yo estuviera todo el día sentado delante de un piano esperando que alguien se comunique”. Glenn Gould era conocido por ser un extravagante anacoreta. Perianes, alabado por la prensa internacional, The New York Times para arriba, es conocido por ser del Real Madrid.
Quizá todo sea que otros le imiten, sugerimos, para acercar la música al público, para tener, al menos, músicos celebridades como en otros países. Artistas cuyos nombres llenan auditorios al igual que las estrellas de pop. Lang Lang al piano. Yo-Yo Ma al chelo. Itzhak Perlman al violín. Y así. “Afortunadamente, ningún artista español ha iniciado una campaña de comunicación tan agresiva como ellos. Lang Lang es un gran pianista y Yo-Yo Ma es galáctico, pero su fama se basa en tremendas campañas de marketing. Portadas de Grammophone, de Strad… Y todo eso tiene un coste”, se revuelve.
“En España hay muchísimo talento, mucho director de orquesta, pero también algún instrumentista, que está haciendo carrera internacional. Juanjo Mena, Pablo Heras-Casado, Josep Pons, Jesús López Cobos… Ninguno prioriza la presencia en medios a su agenda. Lo nuestro es levantarnos a las siete de la mañana y ponernos a practicar. Sería muy triste que dijeran: ‘En la foto sale bien, pero no sabe tocar un pimiento”.
Sí hay un arquetipo que se le resiste: el español en el extranjero. De España le viene el mandato de llevar la música patria por el mundo. Él se rebela a base de equilibrio. Antes del verano, publicaba un disco con el concierto para piano de Grieg y en noviembre sacará una grabación dedicada a Turina y Granados. “Pero lo de Granados huele a Schumann por los cuatro costados”, alerta. “Y Turina pretendió imitar a César Franck y a Brahms, así que no vas a oler a España por ningún lado. Es música grabada no por la nacionalidad sino por el convencimiento de que debía ser registrada”.
La otra expectativa viene de fuera y tiene el maldito nombre de un genio al piano: la difunta Alicia de Larrocha. “El lunes me voy a San Francisco, que hago Las noches de Falla con la sinfónica, y ya sé lo que me espera. ‘La última vez que esta obra se hizo aquí la hizo…’. ‘Sí, sí, no digas el nombre, que no hace falta meterme presión’. El año que viene hago Boston, Chicago y Atlanta, y va a ser como siempre: ‘La última vez que un español hizo una gira por EE UU…’. ‘Por favor, ni lo pronuncien’. No es que no quiera que la nombren, es que erademasiado grande”. Esa es la única imagen de la que nadie nunca se puede librar. La que no es suya.