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“¡Paren, paren!”, con un rugido estremecedor el director detuvo en seco el ensayo. Esta vez fue por un desfasaje de los tenores en el compás 18 de una de las “Lamentaciones de Jeremías”. “Primero se adelantan y luego se arrelentan. Escuchen a los bajos. Vamos de nuevo (…) ¡Paren, paren de nuevo!”, vociferó Ariel ante la masa coral. Habían llegado a un pasaje peligrosamente complicado: el compás 42 de la “Tercera Lamentación de Jeremías Profeta” de Ginastera: Recordare Domine Quid Acciderit Nobis.
Vía: www.clarin.com | Crónicas del nuevo milenio | Luis Eduardo Mass
Si bien el director de coros argentino Ariel Félix Alonso se aleja andante molto majestuoso de la actitud leonina del director Gustavo Dudamel, conserva ese carácter que inmortalizó a Simon Rattle o al difunto Claudio Abbado. Dirige con el temple del río Sena, ese diáfano titán que alguna vez inspiró a Claude Monet, Alfred Sisley, o Pisarro.
Aunque el corazón de Alonso tiene 58 años latiendo en un pulso de 6/8, su tiempo favorito ya que le recuerda a su infancia y a los ritmos originarios de la Argentina, tiene exactamente la mitad de su vida viviendo en París, Francia. Quizás por eso, como el Sena, sus gestos son sinuosos, transparentes, fluidos y afrancesados.
Por eso, también, fue escogido para dirigir como director invitado el 50 aniversario del Coro Polifónico Nacional (CPN) con el repertorio de Carlos Guastavino y Alberto Ginastera. Se necesitaba una visión nacional capaz de desentrañar las armonías complejas de ambos autores, que fueron parte de lo que en el mundo coral argentino se conoció como música de proyección folklórica.
Los coreutas, guiados por la mano derecha de Alonso, tuvieron una semana para preparar las piezas, interpretar los giros neoclásicos de Guastavino e internalizar los rasgos compositivos de Ginastera, propios de la vanguardia de Europa. Días antes de la presentación en La Ballena Azul, durante el ensayo general, Alonso había predicho el resultado: “Va a salir, va a salir. Si se oyen entre sí y me miran, va a salir. Escúchense entre ustedes”.
La escueta recomendación contenía una verdad a gritos: a lo que Ariel se refería era que si una de las voces no tenía el tema principal en la obra, debían dosificar el sonido y trabajar en equipo. Sin embargo, el problema era que el CPN alberga muchas voces solistas, un rasgo poco convencional si hablamos de coros. Este es el espacio de las sopranos legendarias como María Soledad De La Rosa, Carla Filipcic Holm o Mónica Ferracani, aquí cantan los Alejandro Meerapfe, los Ricardo González Dorrego, Enrique Folger o Hsiao Chia-I (Maico). Aquí el reto no era la afinación, el desafío era amalgamar las tesituras.
A sala llena en La Ballena Azul, las “Indianas” n°2 de Carlos Guastavino y las “Lamentaciones de Jeremías Profeta” de Alberto Ginastera, lograron emocionar al público. También, los pianistas Claudio Santoro y Paula Peluso se lucieron con un complicado y virtuoso “Romance de Ausencias”, obra a dos pianos de Guastavino.
Al finalizar el concierto, el público aplaudió durante más de 3 minutos continuos.
En segundos, pensé en todas las noches de ensayo que estos señores cantantes habían dedicado para preparar el repertorio de una hora, en las recomendaciones de Ariel y sus modos afrancesados teñidos de carácter porteño, en los pasajes complicados que quizás no salieron perfectos durante el concierto pero que ya, en medio de las vítores, no importaban. Y volví al ensayo.
“El trabajo que hay que hacer con ellos (CPN) es un trabajo de planos y de enriquecimiento de la textura polifónica. Tienen que trabajar en un sonido más amable. Por supuesto, tampoco hay que pretender que un coro de más de 80 personas pueda cantar un madrigal de Thomas Morley como si estuvieran en una colina británica. No, es un elefante. Pero un elefante puede ser muy gracioso y delicado”, explicaba Ariel de pie.
Durante las tres horas que duró ese ensayo general no se sentó ni una sola vez. Pese a los años, incluso después de haber dirigido ya muchas voces, su mirada afable aún conserva el vigor de sus años mozos, esos en los que fue alumno de Graetzer, Spiller y Yepes en el Collegium Musicum de Buenos Aires. Y no es un mártir: simplemente, un director que pide sentado energía no tiene ni la autoridad ni el respeto ante la masa coral que dirige.
Sus coralistas lo saben: “El director, en una interpretación, debe unificar una intención con 80 individuos diferentes. Unificar una forma de decir con 80 voluntades distintas. El director es un pedagogo, el director está siempre presente. El coro es lo que es el director”, me explicó al oído la soprano María De La Rosa.
De nada serviría, entonces, decir que es profesor del Master en dirección coral y director artístico de los coros universitarios dependientes de la Facultad de Musicología de la Universidad de París-Sorbona si no tiene la actitud para ganarse el respeto de cada cuerda (sopranos, contraltos, tenores y bajos).
Por eso Ariel, en alguno de los ensayos, a lo sumo se sentó en el borde de la silla alta, como si tocara un violoncello o un contrabajo, porque en cada ensayo toca un instrumento que son muchos: la voz de los coralistas. Al verlo dirigir me recuerda el carácter del 4to movimiento de “Titán”, la primera de Mahler. Es pícaro, como los acordes de séptima que tanto le gustan. Y le sobra el temple para detener el ensayo en seco si a alguna cuerda se le ocurriese siquiera desafinar.
¡Paren, va de nuevo!”, bramó un Ariel más decidido. El compás 42 de la “Tercera Lamentación de Jeremías Profeta” era un dolor de cabeza. El enlace del compás 42 al 43 en el que el acorde de 5ta de Fa toma por enarmonía el La bemol como Sol Sostenido de un acorde de Mi mayor y define el modo, es complicadísimo de entender y más aún de cantar. En lo que fueron un par de segundos de agonía y sufrimiento el coro avanzó en la pieza mejorando hacia el final. El resultado fue exactamente el mismo en el concierto.
Por supuesto, no es la primera vez que Alonso encara este tipo de acordes, a Ariel le gustan las armonías complejas: Francis Poulec es su compositor favorito, y la obra que más le gusta es “Stabat Mater”. “Jamás el dolor de la Virgen María fue musicalizado tan humano, tan sensual. Esta clase de armonías acercan lo sacro a lo humano, que es la única forma en la que el hombre puede entender lo sacro”.
Para mí, en cambio, ese acercamiento de lo divino está en el 4to movimiento de la 5ta de Mahler o en el 3er movimiento de la 7ma de Tshostakovich, e incluso y por qué no, en ese temido compás 42 de Ginastera que nos muestra la ira de Dios a causa del pecado y la rebelión. En tiempos de angustia, durante los acordes enarmónicos de nuestra vida, siempre habrá paso para la constricción y al arrepentimiento sincero de los fieles en un solemne Mi Mayor.
Para la tranquilidad de Ariel y de los cantantes, durante el concierto de esa noche en La Ballena Azul, las “Indianas” de Carlos Guastavino salieron perfectas. Por eso, y a petición del público, volvieron a cantar la musicalización de la poesía de Juan Ferreyra Basso, “Una de dos”.
Al final de la velada, cuando ya se habían ido prácticamente todos los asistentes, algunos coralistas se acercaron al camerino del director. Para él, este gesto espontáneo fue la mejor recompensa de esa noche. Se abrazaron en silente alegría y uno a uno, casi entre susurros y lágrimas repetían: “gracias maestro, gracias”. En ese momento, después de haber escuchado a algunas de las mejores voces de toda la Argentina, luego de experimentar la pasión de Ginastera y el amor en los compases de Guastavino, me conmovió más ese momento. Porque como diría Ravel: “Nada más fuerte que pianísimo y lento”.
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