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El año 1806 no empezó demasiado bien para Beethoven. La relaciones con su hermano no eran buenas y además en la primavera se retiró su ópera Leonore (Fidelio) después de la fría acogida que tuvo.
El príncipe Lichnowsky, mecenas de Beethoven, tenía sus propiedades en Grätz cerca de Troppau y convenció al compositor de acompañarlo a su residencia de verano para descansar y recuperar la salud. Allí se encontró con el conde Franz von Oppersdorff, pariente del príncipe, que tenía su estado en Ober-Glogau (Silesia del Norte) y una orquesta propia, la cual tocó la Segunda Sinfonía. Esta obra gustó tanto a Oppersdorff que le encargó una nueva sinfonía (la Cuarta) por 500 florines, para su uso privado durante seis meses.
Beethoven tenía entonces treinta y seis años y se encontraba embargado por sus sentimientos amorosos hacia la condesa Therese de Brunswick, después del doloroso final de su intensa relación con la hermana de ésta Josephine a quién había propuesto matrimonio, el cual no se llegó a celebrar debido a los convencionalismos sociales de la época.
La Cuarta Sinfonía fue terminada en octubre de 1806 y en febrero de 1807 el conde Oppersdorff entregó a Beethoven otros 500 florines para otros seis meses. En marzo de 1807 se ejecutó en el palacio del príncipe Lobkowitz durante un concierto privado y el 15 de noviembre tuvo su primera representación pública en el Burgtheater de Viena. Se publicó con la dedicatoria “Al noble silesiano Conde Franz von Oppersdorff”.
Por su proximidad con las magníficas e impresionantes sinfonías Tercera y Quinta y también por un famoso comentario de Robert Schumann que calificó esta obra como “La grácil criatura griega en medio de dos gigantes germánicos”, la Cuarta de Beethoven se ha visto injustamente relegada y no ha tenido tanto favor de orquestas y público.
Reproducimos un comentario de Antonio Gallego sobre esta obra.
La Cuarta Sinfonía de Beethoven es una obra maestra absoluta. Flanqueada por las dos cimas imponentes de “La Heróica” y “La Quinta”, tiene aún que luchar contra quienes, ante platos tan fuertes, tienen el paladar desgastado para las delicadezas.
La Cuarta Sinfonía no es en absoluto un descanso del guerrero. Al igual que las sinfonías impares, surge de un vigor constructivo poderoso, y está toda ella trabada por motivos y células rítmicas que nos hablan de un maestro en el arte del desarrollo. Exige de la orquesta un virtuosismo implacable, y los matices de agógica y dinámica no son sólo expresivos, sino funcionales y arquitectónicos. En resumen, es un objeto sonoro preciso y contundente que recoge de los viejos buenos tiempos la claridad y la gracia y de los nuevos una gran cantidad de recursos técnicos antes desconocidos o no suficientemente explotados.
La introducción lenta ya es un prodigio de misterio sin agobios, sin confesiones personales. La sabiduría modulatoria, el perfecto juego de timbres, la sensación de marcha inexorable hacia delante no tiene más parangón que en obras camerísticas muy posteriores. Ese mismo regusto por el color tímbrico vuelve a aparecer a lo largo de toda la obra: la exposición del segundo tema en el primer movimiento a cargo de la madera, el delicioso canon entre el clarinete y el fagot poco después…
Especialmente bello es el “Adagio” central, esa “canción imperturbable de pura armonía” como dijo Berlioz, a caballo entre el ritmo preciso y el cantabile melodioso, de una hondura expresiva pocas veces igualada. El equilibrio entre construcción y lirismo, entre “lo sabio” y “lo cordial”, entre razón y sentimiento es tal vez su cualidad más portentosa.
El “Menuetto” “Allegro vivace” es originalísimo, y de “minueto” nada. Los 20 primeros compases del primer episodio, con esas misteriosas alternativas entre la madera (ascendentes) y la cuerda (descendentes), entre el vigor ternario del comienzo y los no menos vigorosos cambios rítmicos del final es algo que, bien interpretado, no se olvida jamás. Como el desarrollo de la idea no le va a la zaga y el trío es encantador, no nos importa volver y volver sobre ellos en una especie de movimiento perpetuo que, ¡ay!, acaba terminando.
El movimiento final es aún más directo, más exultante, buen toque de piedra para la orquesta sinfónica más completa que se había dado hasta entonces. Victorioso sin avasallar, gustosamente lírico en medio de una tormenta de semicorcheas que apenas descansan, nos permite llegar al final sin nudos en la garganta y tras un rato placentero, como pocas veces en el Beethoven sinfónico.