Vía: elmundo.es | Blog de Pecho
La Scala de Milán recuerda estos días el décimo aniversario de la muerte de Franco Corelli. Nunca pude escucharlo en directo por las distancias generacionales y porque el tenor se negó a prolongar la carrera artificialmente, pero los discos reconocen ese equilibrio inverosímil entre el escrúpulo estilísitico y la belleza de los medios vocales.
Tenía Corelli una voz tan imponente como sabía cuidarla. Y era imponente él mismo. De hecho, Luciano Pavarotti le envidiaba… las piernas, como muchos otros colegas le envidiaban su presencia escénica, quizá ignorando que Corelli, de manera paradójica, fue un cantante enormemente aprensivo y supersticioso antes de salir a cantar.
Le consumían los nervios en el camerino y prodigó incluso algunas espantadas. Que llaman la atención porque Corelli fue un cantante particularmente seguro. Su registro grave y central eran rotundos, acaso como una herencia de sus inicios baritonales, mientras que los agudos los prodigaba com impresionante brillantez, en el contexto de una voz cada vez más homogénea -no fue sencillo manejar tanto caudal al principio-, que evolucionó de la familia lírica a la “spinta”. Y quizá no más lejos, toda vez que Franco Corelli mantuvo la cabeza en su sitio cada vez que los teatros acudían a proponerle el papel de Otello. Que fueron muchas veces.
Sabía que el oscuro personaje verdiano podía amenazar su carrera, entre otras razones porque era la gran especialidad de Mario del Mónaco en aquellos años de prodigios líricos y de extraordinaria competencia. Domingo y Pavarotti ya estaban al acecho, pero los tres tenores de entonces eran Corelli, Del Monaco y Di Stefano, un triunvirato excepcional cuya huella figura en los tratados de historia y en las grabaciones.
Las de Corelli, pues de Corelli hablamos, conservan una actualidad impresionante a propósito de su naturaleza de bronce. Creo que mi favorita es la “Turandot” que grabó en Roma, pero sería injusto o restrictivo ningunear al tenor italiano sus méritos como Manrico en el “Trovador”, su papel valiente de Pollione en la “Norma” que registró junto a Maria Callas, incluso sus incursiones en el repertorio francés. Puede que no modélicas en cuanto a la ortodoxia de la fonética, pero impecables desde la credibilidad artística. Me refiero a la sensibilidad de su “Werther”, al refinamiento de su Romeo y a la emoción de la “Carmen” que concibió a las órdenes de Herbert von Karajan para el sello RCA.
Corelli fue un músico íntegro, refractario a la mercadotecnia, coherente, inteligente. Tuvo siempre control sobre su carrera más allá de los esporádicos ataques de nervios y se mantuvo como un icono trastalántico, toda vez que la Scala de Milan y el Metropolitan representaron los extremos de una trayectoria pendular que se extinguió hace diez años.
Y quien dice diez años dice 37, pues fue en 1976 en cuando Corelli decidió retirarse de los escenarios. Lo hizo en Torre del Lago, cantando “La Bohème”. Después de concedió un pequeño recital para homenajear a Birgit Nilsson en Estocolmo (1981), pero la despedida de Rodolfo puede considerarse la canónica. Era un regreso a sus orígenes de tenor lírico y un ejemplo de responsabilidad: Corelli quiso que lo recordaran en la plenitud. Como lo hace la Scala en el décimo aniversario. Y como lo hacemos aquí, lamentando no haberlo podido “conocer” en directo, acaso en el papel de Radamés, o en el de Andrea Chénier, o en el de Cavaradossi…