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Cantantes profesionales de Venezuela refugiados en Perú se reúnen para mantener viva su pasión por la música. Quieren aportar culturalmente al país y que se reconozca la mejor imagen y los valores de la inmigración venezolana.
Vía: raulemedina.lamula.pe | Por Raúl Medina
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Cuando se está jodido y en tierra extraña lo menos que uno quiere es cantar. Pero ese es el antídoto para los malos tiempos que encontraron estos chicos venezolanos reunidos frente a un edificio de la Avenida Mariscal La Mar, en Miraflores. Fueron desprendiéndose de la noche, un miércoles como otro cualquiera en Lima.
Aquel joven alto y de expresión seria, mantiene a la vista una caja con el logo de Rappi, con la que hace entregas de comida todo el día. Dos muchachas conversan entre risas, una de ellas va de enfermera. Jonás, que en Perú ha trabajado para Coca-Cola, ha cultivado en chacras y ahora es parqueador en un restaurante, dice que “vivir sin la música es perder el alma, es nuestra guía y hacemos hasta lo imposible por cantar”.
El grupo crece hasta llegar a la treintena. Es el Coro Migrante, o la mayoría de este, porque hay quien no puede pagarse el transporte hasta Miraflores y faltó al ensayo de hoy.
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Fragmentos del Sistema
La Sinfonía Migrante –también formada por venezolanos que salieron de su país huyendo de la crisis– es la hermana mayor del coro porque se presentó primero en agosto de 2019, en el auditorio del Lugar de la Memoria (LUM). Aquel evento gratuito atrajo a cientos de personas, entre ellas a músicos y cantantes que pertenecieron al Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela.
La famosa estructura de enseñanza surgió hace más de 40 años según la concepción del maestro José Antonio Abreu, cuyo método produjo estrellas como Gustavo Dudamel (Filarmónica de Los Ángeles), Diego Matheuz (exdirector invitado de la sinfónica de Melbourne) y Christian Vásquez, exdirector de la Sinfónica de Stavanger (Noruega).
Con una historia menos glamorosa, hoy 400 músicos venezolanos se ganan la vida en las calles y los negocios de Lima. Luego de la arrancada de la sinfónica de exiliados, bajo la batuta de Alexander Gómez, otros artistas pasaron de la curiosidad al entusiasmo, y se les unieron.
Por grupos de WhatsApp corrieron la voz, la orquesta creció de 80 a 100 integrantes y se le añadió el coro en septiembre: ahora suman unos 150 músicos de altísimo nivel, a quienes no se les paga las presentaciones y les es difícil encontrar un espacio donde ensayar.
Esta práctica que presenciamos es la última que realizarán en el local gestionado por el representante diplomático de Juan Guaidó en Perú.
“La administración no quiere que se haga este tipo de actividades aquí”, explica a su coro Pablo Morales Daal, el director.
Con un teclado mediano bajo el brazo y saludando a todos, había llegado el maestro. Antes de subir al ascensor quita a un alumno un paquete de Cheetos –“¡Comparte!”, dice riendo– y comienza a comerlos. Es una persona jovial, pero más tarde, cuando algo no le guste durante el ensayo, dirá medio en broma, pero severo: “Sonaron horrible, espantoso”.
El oyente ocasional del ensayo piensa que no. Se escucharon magníficamente.
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“Oye, este coro está muy bien -dice Ilis- porque entre nosotros nos sentimos en casa, y haciendo lo que nos gusta”.
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La historia de Morales Daal es menos traumática que la de la mayoría de los 860 mil venezolanos que han migrado a Perú. Un poco de suerte y su aval como director musical asociado de la Schola Cantorum de Venezuela, docente del Programa Música para Crecer (CAF-Banco de Desarrollo de América Latina) y director de la Orquesta de Cámara de la Universidad Simón Bolívar, le facilitaron en Lima un trabajo pedagógico y además un puesto en el coro peruano In Limine.
La experiencia de Ilis Carolina (27 años, oriunda de Barquisimeto) es diferente. En su país dio clases en el Sistema. Desde que llegó a Perú en 2018 buscó trabajo en restaurantes, pero nunca la aceptaron. Sí laboró en una tienda de películas y discos. Ahora imparte lecciones particulares de música.
“Me costó bastante la decisión de venir. No quería hacerlo, pero no había opción: para formar una familia con mi esposo teníamos que salir de Venezuela, eran muy difíciles las condiciones económicas”, cuenta.
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Rajmáninov en el pasillo
Están limpiando la improvisada habitación de ensayos, en realidad una salita de conferencias de ambiente hipster. Es tarde y hay que empezar, aunque siga de fondo el ruido de las aspiradoras. Luego deberán regresar a casa atravesando una ciudad que a veces ha mostrado su cara más hostil.
Allí mismo, en el pasillo, comienzan a vocalizar. Quienes llegan rezagados pasan, como de una dimensión a otra, del ascensor directo a la línea del coro. Dejan sus oficios temporales y repiten el continuo Ri-rio-rio-rau-rau-rau, con un pie todavía en la caja metálica.
La soprano Dorian Lefebre es, junto al maestro William Alvarado, una de las extraordinarias solistas del grupo. Todavía con su mochila al hombro, habla de Montserrat Caballé y su técnica de canto, indica la posición y los movimientos que deben hacer con la lengua, aclara cómo evitar “engolar”.
Mientras ejercitan, el maestro Pablo mira a cada uno, evaluando. “Más bajo”, susurra a algunos. A una muchacha urgida, le dice: “Olvídalo, hoy no hay baño”.
No quiere molestar demasiado en un lugar al que no volverán. Luego entonan, no demasiado alto, una pieza de Serguéi Vasílievich Rajmáninov en el pasillo del bloque de oficinas.
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Ganas de aportar al Perú
Jonás Campero fue mi acceso al Coro Migrante. Este día, el único que tiene libre durante la semana, el joven de Barinitas cumple 29 años y no falta al ensayo.
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En Venezuela fue bombero voluntario (paramédico) y fotógrafo. Pero su verdadero motor interno es el canto: estuvo cuatro años en música coral e incluso participó en conciertos bajo la batuta de Dudamel.
Por estas fechas trata de legalizar su estatus de refugiado político. Junto a su padre recibió amenazas y agresiones de partidarios de Maduro, por su activismo a favor de la opositora Mesa de Unidad Democrática.
“Acá trabajo casi 12 horas, pero ahora puedo colaborarle a mi familia”, se consuela.
Así como la orquesta nació por la necesidad de tocar -interviene Pablo-, nosotros lo hacemos por la necesidad de cantar. Ahorita trabajamos en superar los obstáculos que tiene el proyecto, principalmente económicos: hay personas que no trabajan, otras tienen que pedir prestado dinero para venir.
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Una vez dentro de la habitación que utilizarán por última vez, el director trata a la carrera de montar obras nuevas, tensar a su grupo con nuevos efectos vocales. Hoy es un día para la música sacra de Rajmáninov, el grueso del repertorio que presentarán en concierto la venidera semana santa (5 al 11 de abril). Se concentran en pulir el “Ave María” del compositor ruso, quien fuera un migrante, como ellos. Después de varios ajustes y consejos, la pieza está casi impecable.
Con la sinfónica y el coro de migrantes se está reuniendo una formidable fuerza cultural. Ninguno sabe si volverá a actuar en Venezuela. Tal vez suceda en unos meses, años o nunca. Ahora lo importante es mejorar su arte y quieren regalarlo al pueblo peruano, como agradecimiento, a pesar de las manifestaciones de xenofobia que se han dado contra los venezolanos en algunos sitios.
Morales dice que “este tipo de proyectos ayuda muchísimo a minimizar el impacto negativo que tienen de nosotros en Perú, producto de un grupo de inadaptados. Ayudamos a revindicar nuestro prestigio como país de alta trayectoria musical, y como ciudadanos de bien, trabajadores”.
Jonás pone ejemplos: “Conozco abogados que están laborando de guardias de seguridad, ingenieros limpiando pisos, médicos barriendo calles. Y no por eso nos ponemos a robar”.
“En medio de 10 o 12 horas diarias de trabajo casi todos los días, buscamos espacio para la música. Es nuestra mejor expresión y el momento de libertad que tenemos”, añade.
Al final de la sesión una buena noticia: alguien les rentará un local para ensayar. Todos deben donar 4 soles al mes, un monto que puede parecer ridículo, pero pesa en el bolsillo de un migrante.
“Espero que esta sea la última vez que perdamos la sede”, dice el director Pablo Morales. El Coro Migrante comienza a descomponerse en repartidores de comida, enfermeras, guardias de seguridad, maestros y músicos ambulantes que desaparecen en la noche de Lima.
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