Vía: www.las2orillas.co/ Por: Miguel Iriarte Diazgranados
Danilo Pérez es un gran pianista. Baste con decir que su álbum Panamonk, publicado en 1996, es considerado como uno de los discos más importantes del jazz de todos los tiempos. No del jazz latino. Léase bien. Del jazz de todos los tiempos. Es decir, una obra maestra. Y esto no es poca cosa.
Una genialidad que hizo posible en ese momento un pianista de 26 años que había comenzado a estudiar piano a sus tres años de edad y a los diez ya conocía parte importante del repertorio del piano clásico. Ese joven de 26 años que se atreve a meterse en el terreno del gran Monk ya había comenzado a codearse con grandes figuras de la escena del jazz de los años 80, veteranos y contemporáneos, mientras él era uno de los estudiantes más aventajados del Berkeley College of Music de Boston. Y trabajó con nombres como John Hendricks, Terence Blanchard, Claudio Roditi, Paquito D’Rivera, Dizzy Gillespie, Jack DeJohnette, Charlie Haden, Michael Brecker, JoeLovano, Tito Puente, Gerardo Núñez, Wynton Marsalis, John Patitucci, Tom Harrell, Gary Burton, Wayne Shorter, Roy Haynes, Steve Lacy, entre otros.
Era la experiencia que necesitaba para entrar a formar parte como el miembro más joven del gran proyecto de la Orquesta de las Naciones Unidas dirigida por Dizzy Gillespie.
A partir de allí asumiría con gran resolución y madurez su carrera como jazzista independiente frente a sus propios grupos y año tras año ha ido construyendo no sólo una gran carrera musical, sino que también ha ido convirtiéndose en una gran personalidad del jazz y la política en el buen sentido: su fundación para trabajar con niños pobres abandonados, su calidad de embajador de buena voluntad de la Unesco, sus conferencias y sus talleres en diferentes centros educativos y culturales del mundo, o la creación y dirección del Festival Internacional de Jazz de Panamá … convencido de que “la música es una terapia poderosa para el mejoramiento integral de la Humanidad”.
Matriculado en este sentido de la vida en el que considera la música como una gran experiencia reparadora e iluminadora de los valores fundamentales del ser humano, trabajó en un extraordinario proyecto musical titulado Children of the light, considerado por la crítica como un trabajo de alto nivel de entrega y logros estéticos; un exquisito trío en compañía del bajista John Patitucci y del baterista Brian Blade, con quienes venía trabajando en el cuarteto del gran soxofonista norteamericano Wayne Shorter.
Y dice acerca de esta experiencia en una entrevista a la periodista Leigh Harrington: “Nos encontramos antes, en el 2000, en el marco del disco Motherland, un trabajo orgánico que nos ayudó a ver el sentido de la evolución y del rumbo hacia dónde dirigirnos. Fue importante para mí porque involucraba de cierta forma un sentido familiar. Porque se trata aquí de tres personas que se aman entre sí y quieren hacer con el jazz una luz distinta para el mundo. Porque eso pensamos: que la música además de entretener a la gente realmente puede traer luz a este mundo. Nosotros tenemos tres historias muy distintas pero los tres creemos en el poder de la música.”
Pero uno de sus más conmovedores testimonios acerca de este momento musical de su carrera, y a propósito de este disco reciente, lo da cuando en esta misma entrevista dice que de las cosas más memorables que le han sucedido jamás en su carrera en una escena jazzística, a pesar de haber compartido con tantas grandes figuras, ocurrió precisamente en el cuarteto de Wayne Shorter al lado de Patitucci y Blade. “Literalmente levitamos en escena. No sé cómo decir algo así sin sonar ridículo. Fue hace tres años en Montreal, en 2012, para ser exactos. Yo sentí como si todo se hubiese detenido para mí y como si hubiese comenzado a levitar muy lentamente. Patituccilo describió como una experiencia única y Brian lo consideró también así. Excitado me fui luego a los camerinos y le comenté a Shorter: “¿Wayne, te diste cuenta que estábamos como volando? Él entonces me miró y me dijo: “Por eso es que te estado diciendo que yo me sentí como si hubiera estado tocando con Miles Davis todo el tiempo”.
Su concierto de anteanoche en el Teatro Amira de la Rosa, en el marco de Barranquijazz, acompañado del bajista Ben Street y del baterista Adam Cruz estuvo lleno de luces muy diversas: abrió con un relato histórico sobre el redescubrimiento del Pacífico y la historia de Panamá, a propósito de su más reciente álbum Panamá 500 años, conceptuales y difíciles, pero fascinantes, y luego hizo todo tipo de guiños y muecas para jugar con el público, mientras deslizaba fragmentos de boleros, homenajes a Monk y a Rubén Blades entre delicadas sutilezas y acordes de piano concreto. Un concierto interesante y distinto.