Vía: El País | Escrito por Diego A. Manrique
Donald Byrd tenía uno de esos nombres que rezuman orgullo afroamericano: le inscribieron como Donaldson Toussaint L’Overture Byrd II, en honor del libertador de Haití. Nacido en Detroit, falleció el 4 de febrero en Teaneck, localidad de New Jersey donde residía, según informó su sobrino Alex Bugnon, pianista de jazz. Tenía 80 años y una de esas carreras que los historiadores del jazz consideran, hmmm, “problemáticas”.
El dilema de los jazzmen que, al igual que Byrd, entraron en acción durante los años cincuenta era a la vez simple y peliagudo: cómo ganarse la vida. Habían desaparecido muchas de las big bands que proporcionaban empleo regular; el be-bop contaba con seguidores tan fieles como escasos. Todavía no se había abierto el mercado educativo y el modesto circuito de festivales estaba reservado a grandes figuras.Se forjó en los Jazz Messengers, de Art Blakley. Allí reemplazó a Clifford Brown y se le consideró la gran promesa de la trompeta, aunque le eclipsaría el espectacular Freddie Hubbard. Donald era un instrumentista fiable, aparentemente poco dado a arriesgarse y definir una voz personal. Prefería tocar con músicos de Detroit —la llamada Motor City scene— pero se defendía bien en cualquier circunstancia y grabó con infinidad de gigantes: Coltrane, Monk, Dexter Gordon, Sonny Rollins, Kenny Clarke, Kenny Burrell, Hank Mobley, Jackie McLean. Le benefició fichar por Blue Note, empresa que experimentaba con variaciones de su (espléndida) plantilla.
Sin embargo, la solución vino de un artista de otra disquera. Como todos los jazzmen, Miles Davis advirtió que el público hip se pasaba al rock, entonces en plena expansión. En vez de renegar, Miles decidió seguirlo hasta el Fillmore o donde fuese. A partir de 1969, con Fancy free, Byrd incorporó instrumentos eléctricos y mucha percusión. Aunque no renunció a los largos desarrollos davisianos, Donald terminó lanzándose de cabeza al mercado del funk. Si eso suponía ponerse en manos de productores, ni un problema. Los hermanos Larry y Fonze Mizell le proporcionaron composiciones y sonido a la medida de sus ambiciones.
Un cambio hacia el ‘funk’
Black Byrd (1972) arrasó. Olviden los éxitos de Jimmy Smith u Horace Silver: superó el millón de copias y fue proclamado “el disco más vendido de la historia de Blue Note”. A partir de entonces, Byrd desaparece de las enciclopedias del jazz; hasta se le responsabiliza de la decadencia de la discográfica, que se concentró en el filón del jazz-funk.
Se trataba de una música triunfal pero despreciada por el establishment crítico. Aunque ha sido revalorizada en décadas recientes, con el fenómeno inicialmente británico de los rare grooves y la práctica del sampling, universalizada por el hip hop. Ahora hay incluso novelas como Telegraph Avenue, la última obra de Michael Chabon, donde se celebran aquellas aventuras como “un intento final de recuperar el jazz como música popular para bailar y no simplemente una forma artística digna de museos”.
Donald explicaba que descubrió que existía una masa relativamente sofisticada que quería sonidos jazzeados, pero con base netamente funky: piensen en los personajes de Elmore Leonard en sus libros situados en Detroit. En 1973, aprovechando que daba clases en la Howard University, formó los Blackbyrds, con estudiantes sin prejuicios. Les consiguió un contrato en Fantasy, compañía californiana bien conectada con ese público potencial. Allí hicieron bandas sonoras para cine de blaxploitation y se aproximaron a la música disco. Fueron más allá que los Headhunters, otro proyecto similar que concibió Herbie Hancock.
Como todos los músicos que se ponen de moda, Donald Byrd sufrió los vaivenes del gusto comercial. Aunque falló en su plan de reconquistar un puesto en el jazz convencional, vivió para verse reivindicado como innovador: grabaría incluso con el rapero Guru en la serie Jazzmatazz.