Vía: El Mundo.es | Por Inma E. Maluenda Madrid y Enrique Encabo Madrid
En 1956, Herbert von Karajan, director de la Filarmónica de Berlín, revisaba las propuestas del concurso para la nueva casa de su orquesta: “De entre todos los proyectos, uno parece alzarse sobre los demás; se basa en el principio de que los intérpretes deberían estar en el centro […]. No conozco sala de música alguna en la que la platea se haya resuelto tan bien como en este proyecto”. El autor del proyecto en cuestión, el sexagenario Hans Scharoun (Bremen, 1893-Berlín, 1972), distaba de ser el candidato ideal. Arquitecto municipal en el Berlín de posguerra, Scharoun era más conocido por sus viviendas que por sus edificios públicos. Expresionista recalcitrante y proteico dibujante de arquitecturas de papel, era un hombre grueso, jamás joven en su apariencia y que, a veces, se fotografiaba con su periquito. Pero ganó el concurso y midió, por una vez, su ambición con su talento. No le fue mal: la Berliner Philarmonie es uno de las mejores y más reconocibles obras del siglo XX,. El pasado 15 de octubre celebró -apropiadamente- sus bodas de oro con la ciudad.
Al igual que el mismo Berlín, la Filarmónica sintetiza admirablemente una historia convulsa; ni fue tal y como la conocemos, ni estuvo siempre donde está. Su emplazamiento original, próximo al cruce entre la Bundesallee y la popular Kurfürsterdamm, eje del Berlín occidental, se desplazó hacia el este; así, cuando la ciudad se reunificase, ocuparía un lugar céntrico, muy cerca de la entonces devastada Potsdamer Platz. En su lugar, se encontró con el Muro levantado en 1961. Los alemanes del Este no debieron de morir de envidia: durante décadas vieron un extraño volumen ocre de hormigón tallado a cucharadas, hasta que los paneles dorados de su fachada se colocaron en los 80 -al tiempo que Edgar Wisnieski, colaborador del maestro, remataba el cercano auditorio de Música de Cámarad-.
La tardanza tiene cierto sentido: en un proyecto pensado de dentro afuera, la piel es lo último. Así, el dibujo más importante de la Filarmónica no es un croquis, su sección o su planta. No; es el esquema en el que, desde su mismo centro, el escenario, las ondas acústicas sajan el espacio como un trazado barroco. El público, sentado en esos inolvidables acantilados de palcos que se precipitan sobre la escena, rodea a los músicos; ningún espectador en sus más de 2.000 butacas se aleja más de una treintena de metros del proscenio. El techo, convexo como un palio, refleja el sonido hacia la asamblea. Bajo el auditorio se encuentra el vestíbulo principal: un paisaje fluido de escaleras y niveles iluminado por vitrales rojizos, y puntuado por los característicos pilares en V que sostienen el patio de butacas.
Todo en la Philarmonie es nuevo y mejor de lo acostumbrado, fruto de un empeño en plantearse siempre cada decisión por primera vez, sin acomodarse en los territorios del prejuicio. Ocurre así con el auditorio y con el foyer, pero también con su escala: pese a su tamaño, el edificio no aplasta al visitante. El espacio está fragmentado para evitar perspectivas regias, incómodas demostraciones de poder. La filiación expresionista de su autor suele identificar la Filarmónica con una utópica ‘stadtkrone’ o ‘corona de la ciudad’: una construcción que decantaría las aspiraciones de la sociedad que la erige. Es posible que Scharoun, con dos guerras mundiales a cuestas, no se sintiese demasiado cómodo con esta grandilocuencia pero, de tener que hacerlo, buscaría representar a una sociedad de hombres libres, en la que la arquitectura fuese una expresión de lo mejor que hay en nosotros. La Filarmónica es una paradoja, monumental e íntima a la vez, pero siempre brillante, como un perenne regalo de cumpleaños. Felicidades.