Vía: El boomeran (g)
La matemática tiene- indicaba un eminente físico de nuestro tiempo -la virtud de emerger allí dónde en absoluto se la esperaba. Emerger, por ejemplo, en el seno de la música y además como elemento explicativo, como razón de la misma. Erwing Schrödinger sugiere incluso que el descubrimiento pitagórico de que el soporte acústico-ondulatorio (por utilizar una terminología anacrónica) de la música encubre determinaciones numéricas, es la base de la confianza, digamos ‘galileana’, en la capacidad de la matemática para dar cuenta de la physis, de la naturaleza, por entero.
Tomás Marco, en la plaza Mayor de Madrid.El compositor Tomás Marco recordaba en una reciente conferencia en Ronda la fascinación de compositores separados por siglos por la complicidad matemática-música. Y si en 1436 se inaugura Santa María dei Fiori con la interpretación de un motete que respondería a las mismas proporciones que la cúpula de la basílica… en la exposición internacional de Bruselas el pabellón Philips (encargado a Le Corbusier pero al parecer obra más bien de Xenakis) respondía al mismo plano que la obra musical de Iannis Xenakis.Mas que la matemática sea alfabeto de la música, o al menos de un tipo de música, no ha de hacernos perder de vista que la música no tiene subsistencia fuera del ser mismo caracterizado por el hecho de dar cuenta. Música de acordes o música que parece subvertir todo acorde, mas en cualquier caso música ex- linguae, música que forjó a la humanidad en esa subversión respecto a la mera vida consistente en que un código de señales, gustándose a si mismo, se hizo palabra y singularizó radicalmente al animal humano. Música a la que se abre un niño cada vez que da un paso afirmativo en la durísima tarea de asumir su genuina naturaleza.
Sí, el niño ama intrínsicamente la música al igual que ama la geometría, ama esa intuición euclidiana a la que nada en el mundo físico da soporte. Y seguirá amándolas, a menos que una educación literalmente mutiladora de su humanidad le haga sentir que lo cabalmente humano está definitivamente perdido para él, o que, a lo máximo, queda un simple rescoldo apto para alimentar la nostalgia…
Y así, al igual que se diluye en una niebla la acuidad del hecho que en nuestra percepción de las cosas rige el teorema de Pitágoras, esa misma niebla diluye las diferencias de los colores y las formas. Pero diluye también (en razón de lo indisociable de tiempo y espacio en el acto perceptivo) la capacidad de ser impactados por las diferencias de intensidad o altura de los sonidos configuradores de todo espacio auténticamente humanizado. Por ello ese mismo niño que, en su mera aprensión de las cosas, modelaba a la vez el espacio y la materia, configurándose como un forjador de formas, es ya ahora tan sólo susceptible de captar (en la naturaleza, como en el marco urbano o en las obras artísticas) un mero esqueleto, a lo máximo una suerte de esquema: esquema en el que Venecia queda reducida a una impresión y en Alban Berg se percibe tan sólo lo que perdura en él de melodía.