En “El ruido del tiempo” Julian Barnes combina biografía y novela. La obra se queda a mitad de camino entre la reflexión política y el relato del calvario moral de un creador hostigado por una dictadura.
Vía: www.laprensa.com.ar | Por Sergio Crivelli
En enero 1936 Stalin concurrió a una representación de la ópera de Dmitri Shostákovich Lady Macbeth de Mtsenk. Las disonancias, el volumen de la orquesta y algunas audacias de la regie escandalizaron a un dictador que mató a millones de disidentes, pero que no soportaba el sexo y la violencia en escena. Se retiró antes de que la función terminase.
Dos días más tarde apareció un virulento editorial en el Pravda que bajo el título “Embrollo en lugar de música” acusaba al autor de abandonar un lenguaje musical simple y accesible en favor de graznidos, gritos, jadeos y resuellos. Según el editorialista (presumiblemente el propio Stalin) la ópera había tenido gran éxito en Europa y los Estados Unidos porque era apolítica y confusa y porque “cosquilleaba el gusto pervertido de los burgueses con su música inquieta y neurótica”.
Shostákovich quedó aterrado. Ante la posibilidad cierta de que lo fuera a buscar la policía secreta pasaba las noches junto al ascensor de su edificio con una valija con ropa de abrigo por si era deportado a Siberia.
Con esta historia muchas veces contada se abre El ruido del tiempo (Anagrama, 201 páginas) que cuenta la larga disputa entre Stalin y Shostákovich por el lenguaje musical que debía ser utilizado en la Unión Soviética.
Así expresada, la cuestión puede parecer baladí, pero Julian Barnes creyó que a partir de ella podría escribir un texto que está a mitad de camino entre la biografía y la novela. El resultado no es convincente porque queda también a mitad de camino entre la reflexión sobre la relación entre arte, propaganda y poder político y la descripción del calvario psicológico y moral de un artista hostigado por un régimen totalitario.
El pecado de Shostakóvich era el formalismo, una derivación de la doctrina del arte por el arte. A los oídos de los jerarcas comunistas era equivalente al pesimismo, al egocentrismo, al revisionismo y otras calamidades antirrevolucionarias y capitalistas. No parece, de todas maneras, coherente exigirle a una dictadura bestial como la estalinista una teoría estética elaborada. Su piedra angular era un frase de Lenin, “el arte pertenece al pueblo”, y su concepción del hecho artístico, por completo incompatible con la realidad.
Así el Kremlin cuestionaba la música de Shostákovich por incomprensible y por satisfacer el gusto corrompido de la burguesía del siglo XX. Proponía, en cambio, satisfacer el de la burguesía del XIX. El régimen “progresista” en materia social atrasaba más de 100 años en materia musical. Para Stalin Beethoven constituía la última frontera. Pero lo llamativo no era que sus preferencias musicales fuesen anacrónicas, sino que su régimen tuviera el apoyo incondicional de intelectuales reverenciados por el progresismo capitalista como Sartre, Malraux o Neruda.
Los artistas vanguardistas y los disidentes tuvieron un destino la mayor de las veces trágico en la Unión Soviética. La lista de los presos, exiliados y asesinados es larga. Shostákovich fue una excepción porque supo convivir con un régimen demencial y humillarse cuando convenía hacerlo. No queda sin embargo claro por qué lo hizo ni a qué costo.
Al final del volumen Barnes incluye una nota con los agradecimientos de rigor en la que destaca la biografía Shostakóvich: A Life Remembered de Elizabeth Wilson y recomienda su lectura, si al lector no le gusta la novela que él escribió. Sin haber leído el trabajo de Wilson, el consejo de Barnes debería ser oído para una mejor comprensión de los padecimientos de uno de los más grandes músicos rusos del siglo pasado.