Vía: elblogdejac.blogspot.com/
En el aprendizaje instrumental son muchas las áreas en las que el alumno ha de prestar atención cuando aborda el estudio de alguna obra del repertorio específico de su instrumento. Una de ellas es el pulso, algo que en el ámbito estudiantil se suele confundir con el ritmo o con el tempo y que, a pesar de lo básico y primario de su naturaleza, no es menos importante en el proceso de construcción del edificio interpretativo.
Lo sorprendente de este asunto es que, después de haber estado años estudiando y practicando los fundamentos del lenguaje de la música -y entre ellos el pulso y de manera insistente-, un gran porcentaje de alumnos no llega a tomar siquiera conciencia de su importancia en el discurso musical y, como consecuencia, su integración en el proceso de aprendizaje de una obra instrumental/vocal es vivido como algo secundario y sin mayor importancia, hasta que el profesor reclama al alumno su inexcusable presencia en la ejecución musical.
Claro que, como todos sabemos, la interpretación requiere la aplicación de otro tipo de pulso muy distinto al metronómico, el pulso musical, que conduce la aplicación de ciertas licencias y que, por necesidad estilística, expresiva o puramente musical, han de conocerse y utilizarse dependiendo de la naturaleza, el estilo, la forma, la textura… de la obra.
Pero, naturalmente, todo eso requiere una cimentación sólida que únicamente se consigue con una lectura extraordinariamente escrupulosa que no sólo incluye ritmo, alturas, articulación, dinámica, indicaciones expresivas, estructura, procesos modulantes, armonía… y todo lo que de la partitura se puede extraer como orientación técnica e interpretativa sino, y sobre todo, con la presencia de un pulso de regularidad y precisión metronómica en la ejecución.
Desgraciadamente, lo más habitual entre los estudiantes suele ser obviar el rigor de la primera fase, para entrar directamente en la flexibilidad de la segunda, es decir, es más atractivo saber cómo suena “más o menos” -aunque yo diría “menos que más”- la nueva obra que se comienza a estudiar, que ser riguroso en el establecimiento de las bases de una interpretación mínimamente solvente.
Si algún alumno lee este artículo, y su lectura le induce a reflexionar sobre este asunto para, finalmente, aceptar la realidad descrita, acabaría planteándose una pregunta evidente: ¿y qué puedo hacer para conseguir un pulso regular? Me imagino que cada profesor tendrá su procedimiento, en mi caso, la respuesta a esa pregunta es: aprender a utilizar, y utilizar el metrónomo de manera inteligente y selectiva.
Creo que la inmensa mayoría de estudiantes de una especialidad instrumental conocen o han oído hablar del metrónomo. No obstante, voy a hablar sucintamente sobre los orígenes de este artefacto mecánico, tan impopular entre los estudiantes, así como del motivo de su impopularidad.
Breve historia
Según estudiosos de este tema -entre los que podemos citar a Javier López Garrido-, el metrónomo fue un invento en cuyo proceso de evolución intervinieron físicos, pedagogos, teóricos y músicos a lo largo de varios siglos. El primer metrónomo del que se tiene conocimiento documental fue descrito por Étienne Loulié en su tratado “Elementos o Principios de la Música puestos en un Nuevo Orden” en 1696. A partir de este momento fueron muchos los inventores que se interesaron por la medición temporal de la música y, como consecuencia, comenzaron a proliferar modelos de todo tipo y condición, cuya novedad consistía en solventar alguno de los problemas de sus predecesores. Y así hasta 1812 cuando dos expertos en la materia se disputaron la explotación de la patente de un metrónomo muy similar al pendular que conocemos en la actualidad: D. N. Winkel y J. N. Mäzel.
Después de una serie de desavenencias sobre la titularidad del invento, Mäzel decide patentar su modelo y, además, una copia del metrónomo de Winkel -que, al parecer, era muy superior-, motivo por el cual el asunto se zanjó en los tribunales. Sorprendentemente, la sentencia para la adjudicación de la patente fue favorable a J. N. Mäzel quien se quedó con la titularidad y con la patente del invento. Poco a poco, se fueron introduciendo mejoras que llevaron a este aparato a ser lo que hoy conocemos; bueno, realmente, ahora lo que menos se ve es este tipo de metrónomos, pues lo que los alumnos llevan en sus estuches o mochilas -si es que los llevan- son metrónomos digitales que, al principio de los 70, acabaron imponiéndose a los tradicionales por su precisión y, especialmente, por su precio. Sin embargo, con la irrupción de las nuevas tecnologías, y el desarrollo de la telefonía móvil, cualquier joven con un móvil y conexión a Internet puede descargarse diversas aplicaciones que emulan perfectamente a los metrónomos electrónicos con toda la precisión de aquéllos e, incluso, con más prestaciones.