Luis murió en la noche del 28 de julio pasado, en Maracay, donde era una figura querida y respetada.
ALEJANDRO BRUZUAL | ESPECIAL PARA EL UNIVERSAL
Siempre que he tenido oportunidad de tratar sobre la historia de la guitarra en Venezuela, he dicho (además de escribirlo) que la obra del guitarrista-compositor Luis Ochoa, junto a las de Alex Rodríguez y Diego Silva Silva, son la apuesta más importante y trascendente del instrumento en el país. Ahora, agregaría que además son ellos tres lo más interesante que ha pasado en la guitarra nuestra desde la estratégica simbiosis que hicieron Alirio Díaz y Antonio Lauro, en particular, desde la obra profunda y potente de éste último, quien murió en 1986, convertido ya en nuestro verdadero compositor universal.
Luis murió en la noche del 28 de julio pasado, en Maracay, donde era una figura querida y respetada. Tuvo varias cualidades resaltantes que sostienen su apuesta a la trascendencia. Primero, era un guitarrista solvente, que no desarrolló su carrera de intérprete porque descubrió relativamente pronto su destino como compositor.
Así, aprovechó el conocimiento del instrumento para crear un catálogo denso, lleno de aristas y diversos horizontes, demostrando su manejo de las posibilidades técnicas, las que llevaba a sus límites de realización. Obras complejas, siempre pensadas cuidadosamente, a veces recargadas, con muchas ideas en movimiento, con referencias múltiples, sin miedo a las influencias, porque estaba consciente de que la obra de mérito es siempre una reflexión sobre lo ya hecho (el ejemplo mayor es Bach), a la vez que una aventura personal irrepetible.
Por otra parte, conocía tan bien las formas populares, que le permitió alejarse de la superficialidad de ignorarlas y copiar su huella, lo que caracteriza a mucho de lo producido por las generaciones posteriores a Lauro, un neonacionalismo que no es otra cosa que un simulacro de lo nacional en tiempos postnacionales. Pero en su obra, como en la de Silva y Rodríguez, tampoco hay la angustia de la autenticidad de lo popular (“de raíz folklórica”, para hacer la aclaratoria de Ramón y Rivera), que acosó a la generación nacionalista de Lauro, Estévez, Carreño.
Su “Periquera” (1985) sigue siendo un estupendo ejemplo. Su colección de arreglos de música latinoamericana para guitarra, que editamos en un importante proyecto de la Fundación Vicente Emilio Sojo, detenido sin otro argumento que un precario “no” desde hace unos años, muestra un compositor que respetaba la melodía popular en su potencialidad de sentido, abierta a producir tanto como cualquiera de otra proveniencia, apropiándosela con los recursos que su conocimiento técnico y su “guataca” le permitían con generosidad. Emprendió algo similar para piano, en magníficos arreglos de la obra de Otilio Galíndez.
Pero su trabajo estético lo llevaba preferentemente hacia búsquedas más arriesgadas, menos tonales, de armonías tensas y disonantes, incluso sobre formas “del pasado” (lo que nunca es cierto para un compositor de estos tiempos sin tiempo), como su “Preludio y fuga” (1999), incluso su “Pentrópico II” (2000), para guitarra y cuarteto de cuerdas. Y creo que no hay en el repertorio contemporáneo del instrumento una obra como sus “Variaciones Lumière” (1999), para cuarteto de guitarra.
Hace poco más de un año, con “Path of History”, ganó el más prestigioso premio para el instrumento que existe en la actualidad, la décima edición del Concurso Internacional de Composición para Guitarra “Michele Pittaluga”, que se celebra en Alessandria, Italia, y cuyas ediciones de interpretación tienen al maestro Alirio Díaz como presidente honorario, desde finales de los años sesenta. La obra fue editada por la prestigiosa casa Berben y ya está en manos de reputados intérpretes. Con ella, precisamente, demostró la complejidad de su propuesta intelectual, haciendo un recorrido por el repertorio histórico, resumido en una serie de variaciones sin interrupción, de extraordinaria calidad e inventiva, inspiradas en aquellas viejas “diferencias” para vihuela, con las que el instrumento (en realidad, su antecesor, la vihuela) impulsó el desarrollo de la música instrumental en Europa.
Quizás su actitud irreverente, pero al mismo tiempo contenida, fuera una herencia mejorada de dos de sus maestros, Juan Carlos Núñez en composición y Rómulo Lazarde en guitarra, grandes y celebrados músicos venezolanas, si bien también estudió algunos años en Austria. Lo caracterizaba un humor a veces ácido, tremendo, mimético, inteligente; un compromiso sin vueltas y sin temores; una disposición fuerte a la consecución de la obra, que es inusual en nuestro medio guitarrístico, lleno de promesas incumplidas. Luis pensó su carrera como un catálogo, y se dedicó a él con pasión absoluta, como hacía todo. Exigió y era capaz de reclamar lo que se le prometía, de desenmascarar farsantes, de enfrentar todo impedimento, pero también de cumplir, reconocer y agradecer. Fue una persona correcta y honesta, cualidades ya en extinción
Siento profundamente que su obra se haya convertido ahora en un catálogo y en un destino. Que no lo volvamos a ver, con su impronta de hombre serio conocido y chiste a la mano. Creo que el medio guitarrístico ha cambiado mucho, pero que está más anclado que nunca en intereses personales, y muy poco sentido histórico.
Habría que entender que homenajear a los maestros es fortalecer la guitarra, conocer nuestro repertorio, interpretarlo, editarlo, grabarlo, para poder consolidarnos todos juntos hacia un futuro más sólido. Y qué bueno sería si nos atreviéramos a honrar la vida en vida, respaldar a esos hacedores, como lo fue profundamente Luis, para que produzcan esas obras que nos dice mucho de cómo somos los venezolanos en sonidos. Sin embargo, los nuevos guitarristas no interpretan todavía con la generosidad esperada esas obras, porque no han entendido la lección del más grande concertista, Alirio Díaz, y el más grande compositor, Antonio Lauro, de que una mano ayuda a la otra, y que con las dos se toca la guitarra.
Estamos ya cansados de una globalización que nos recoloca en la posición de productores de folklore y de pasiones, de impulsos descontrolados y autodestructivos, y que nos mira desde un centro imaginado, con la condescendencia divertida de chaqueta tricolor. Son tiempos confusos, que por un lado abren puertas a todas las experiencias y, por el otro, nos reducen al anonimato de lo inabarcable, de lo inmanejable.
Es el mundo que comunica la incomunicación, que atenta contra lo presente por lo distante, siempre manipulable. Luis Ochoa fue a contracorriente sin amargarse, consciente de su talento y de sus posibilidades, y lo logró en una obra que ya está en otra parte, por desgracia, él también. Pero donde esté, lo saludamos como siempre y seguiremos el “paso de la historia” a la que se sumó, esa historia que para él ahora comienza.