Vía: cultura.elpais.com/JESÚS RUIZ MANTILLA / Agradecidos con María Elisa Flushing por enviarnos este interesante artículo
Wieland Wagner, el nieto del compositor, escondió durante años el manuscrito original de la ópera en una caja fuerte de Barcelona
Parece una trama de espías. Resulta casi imposible hallar pistas. Pero efectivamente: el manuscrito deTristán e Isolda descansó el sueño de los justos —o de los especuladores pertenecientes a la propia familia Wagner, según se mire—, en una caja fuerte del Banco Comercial Trasatlántico de Barcelona entre los años cuarenta y cincuenta.
Fue cuando ya había acabado laSegunda Guerra Mundial. Unas versiones apuntan a que la España de Franco parecía el lugar seguro para la joya más preciada de una estirpe adepta al nazismo. Otras que Wieland, nieto primogénito de Richard Wagner, que se libró de ir a la guerra por enchufe directo de Adolf Hitler pese a no ser muy adepto al régimen y luego murió en 1966, la escondió para una posible venta.
El caso es que no existen apenas rastros e impera el desinterés general por comentar la historia. La familia tampoco quiere dar su versión de los hechos. Entre las fuentes wagnerianas más fiables no existe constancia escrita salvo una alusión mínima en El clan Wagner (Turner), el brillante libro de Jonathan Carr.
Así que toca reconstruir la historia mediante testimonios orales principalmente. Para empezar, Jordi Mota, toda una vida dedicada al estudio de Wagner en la asociación catalana consagrada al músico, afirma que así fue: “Sé que lo llevaron a ese banco porque el director de la sucursal entonces era un wagneriano muy conocido, aparte de que la entidad contaba con capital alemán”. Algunas personas próximas a la familia han escuchado contar la historia de viva voz a Wieland en Bayreuth. El escenógrafo con dotes para las artes plásticas y cierta pereza musical en los estudios parecía muy dado a airear indiscreciones. Pero en este caso, aun a riesgo de enfadar a la rama de los suyos que guardaban sus dudas sobre la verdadera naturaleza de aquella decisión, lo comentó ante un grupo de catalanes con el objeto de alabar los lazos que habían existido siempre entre Barcelona y el mundo de su abuelo.
Aunque también se lo han escuchado a su sobrina, Eva Wagner. La bisnieta del compositor no aparece aquí en la historia como una más, sino como la niña que, de manera un tanto rocambolesca, se trasladó a Barcelona en torno a los años sesenta para recuperar el manuscrito y meterlo en una maleta de regreso a Alemania.
Las amenazas para la seguridad de la familia se habían desvanecido. Los Wagner —con Wieland como promotor en Bayreuth— se empeñaban en dar un volantazo, incluso a la izquierda, para sanear las visiones nazis que pesaban como una losa sobre la obra del genio. Es algo de lo que aún hoy no se han despojado al completo.
Pero, sobre todo, la razón debía estribar en que una cada vez más soliviantada Winifred, jefa del clan, ex confidente de Hitler y nuera de Richard Wagner, mostraba su creciente disgusto por el misterioso expolio que sufría la familia desde dentro con objetos, manuscritos y demás tesoros desaparecidos.
Ya se había perdido bastante con la inmolación del sátrapa en el búnker, rodeado de varios originales wagnerianos que decidió quedarse él, como para que después sus descendientes esquilmaran a capricho lo que de valor o no se había conservado. Más, cuando Winnie veía con claridad que el proyecto que ya en su día albergó Wagner sobre su legado podría realizarse bajo el completo control del clan descendiente. La creación de una fundación que controlara directamente su herencia personal y artística era ya más que posible, siempre que quedara algo por custodiar ante la posteridad.
Lo había soñado el autor. Había intentado ponerlo en marcha su hijo, Sigfried, marido de Winifred, antes de la guerra. Lo habían propulsado otros al final de la misma con el riesgo de que todo cayera en manos de adeptos ajenos a la familia cuando los descendientes corrían el riesgo de un repudio general debido a sus lazos directos con el Tercer Reich.
Cuando todo el panorama quedó despejado, Winnie se centró en la organización de la estructura aún dominada por la familia —que es algo así como el equivalente a la realeza germánica, con sus constantes navajazos públicos en boca de todos— y que perdura hasta hoy con su centro de peregrinaje en la colina de Bayreuth. Allí reposa, ahora sí, lo que hasta el momento quedó a buen recaudo para los fanáticos del maestro.
El delirio que transformó la música
Existe un antes y un después en la historia de la música universal tras la sacudida ansiosa y exuberante de Tristán e Isolda. Richard Wagner la compuso inmerso en el desolado latido de un amor imposible. El que sentía por Mathilde Wassendonck, la mujer del comerciante que le prestó a él y a su mujer, Minnie, una casa en que alojarse, sin que el músico demostrara grandes escrúpulos hacia el gesto y tampoco hacia su primera esposa.
No hubo sexo. Solo una pasión no materializada. Un suplicio mutuo para los dos, que se transforma en delirio colectivo al degustar esta obra de arte sin precedentes cuando trasluce en cada pentagrama la ansiedad de lo imposible.
Sus cuatro notas iniciales marcan el comienzo del precipicio atonal por el que todo se deslizará después. Encarna el estado de ánimo de una civilización a lo largo ya de dos siglos. El histérico sofisma de nuestras frustraciones. La grandiosa ambición iconoclasta de un autor que, frustrado entonces por no ver claro hacer posible su otra gran locura, la de El anillo del Nibelungo, transformó su momentánea derrota en victoria estética y moral, con ese paso del análisis del poder al éxtasis del amor.