Por Diego Gómez | Vía: www.ladiaria.com.uy | Diego Gómez es psicólogo y docente en la Facultad de la Cultura del Claeh.
Desde que Ana Agostino presentó su documento “Gestión cultural y transición: reflexiones en pandemia”, en el foro organizado por la Facultad de la Cultura del Claeh sobre gestión cultural y pandemia, y que luego fuera publicado en la diaria, se han sucedido publicaciones de Roberto Elissalde (“Ecosistema cultural, gestión y utopía”) y de Luis Mardones (“Pandemia y gestión”).
El que sigue es un intento de dar un paso más en el sentido de “acercar la novedad”.
“Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Se discute quién dijo esta frase, si Fredric Jameson o Slavoj Zizek, pero fue Mark Fisher quien se detuvo a analizar la profundidad cultural de lo que significa. Y esa frase describe con precisión lo que nos pasa con la pandemia de covid-19. Nos parece más fácil imaginar el fin (?) de la pandemia y volver a la normalidad, que imaginarnos otras formas de vida que no prevengan de nuevas epidemias y calamidades.
Lo que en pocos meses hemos aprendido es a temerles a las multitudes humanas. Está bien tratar de evitar el contagio de la enfermedad, pero ¿cómo vamos a actuar sobre las causas de su aparición para reducir el riesgo de su recurrencia?
Ver por televisión los partidos de fútbol profesional sin público es tan sobrecogedor como la arquitectura sin sentido, parafraseando a Jorge Luis Borges, mientras ya tendemos a aceptarlo como “lo posible”. Entonces me pregunto si continuaremos construyendo templos que no pueden utilizarse. Iglesias sin fieles.
Hoy parece absurdo proponerse edificar un museo del tipo del Guggenheim Bilbao. Con esta pandemia y el distanciamiento social, el gigantismo y la masividad han caído en desgracia.
¿No les parece amenazante que sigan existiendo enormes poblaciones humanas amontonadas en megaciudades inseguras, insalubres, inhumanas? ¿Millones de personas en la miseria, sin casa donde quedarse ni agua potable?
Y no me refiero solamente a las desesperadas personas que se lanzan al Mediterráneo o atraviesan Brasil para llegar a Uruguay, no. A eso ya nos acostumbramos. Pienso en la película Parásitos y en las oprobiosas condiciones de vida en los barrios pobres de Seúl, capital de Corea del Sur, el 12º país más rico del mundo. Las miserables condiciones de vida de millones de seres humanos, así como la pandemia, son un problema global.
Entonces, si la estrategia para frenar el virus es el distanciamiento social, ¿qué haremos para evitar que vuelva? Porque, tal como lo estamos viviendo, el aislamiento es insostenible y la hiperconcentración, también.
Deberíamos poner fin a la “impotencia reflexiva”, al decir de Mark Fisher. Tal vez sea posible, e imperioso, empezar a imaginar el fin del capitalismo tal como lo conocemos hoy.
La salud no es sólo una cuestión económica, sino también y ante todo una cuestión social y cultural, por eso los gobiernos hacen campañas publicitarias para que la población adopte las medidas de prevención del contagio, con eslóganes del tipo “cuidándote me cuidás”, lo cual es una apelación a valores sociales que han sido duramente combatidos, como la solidaridad y la pertenencia social.
Y en el plano de la gestión de las artes y la cultura, ¿no podemos imaginar otra forma de democratizar la cultura, por ejemplo, que las megaproducciones que requieren enormes cantidades de público y dinero?
¿Es posible cambiar la escala? Puede ser que sí, descentrando y redistribuyendo. Inventando nuevas formas de producir riqueza que no nos extingan. El desafío no es un problema económico. Es un problema de orden cultural.
Por eso la gestión cultural puede contribuir al desarrollo de otras formas de encuentro social que no nos obliguen a la multitud como forma y a la incertidumbre como norma.
Generemos muchos más encuentros pequeños distribuidos en todo el territorio, en lugar de megaencuentros masivos en los mismos lugares. Cambiemos de escala. Democraticemos territorialmente.
Elogiemos lo pequeño.
Eso tal vez requiera más trabajo en red, más ecosistemas culturales, citando a Gonzalo Carámbula, y también más riqueza, pero menos corporativismo, menos monopolios y menos pobreza.
Hay muchas experiencias que muestran que eso es posible, no partimos de cero.
Vale la pena considerar el tipo de emprendimientos que apuntan a lo pequeño y que ya existen en Uruguay. Por ejemplo, la experiencia de free range con el libre pastoreo de gallinas, donde la gallina no está en una jaula sino suelta y sale al campo todos los días.
¿Y qué tipo de emprendimiento es este? Es un emprendimiento de tipo cultural, porque busca consumidores en un nicho alternativo al paradigma económico dominante de escala industrial hipertrófica. Personas que prefieren huevos de granjas de escala sustentable y por eso, más sanos y menos peligrosos.
Y en el plano de la gestión de las artes y la cultura, ¿no podemos imaginar otra forma de democratizar la cultura, por ejemplo, que las megaproducciones que requieren enormes cantidades de público y dinero? Descentrar es lo que deberíamos intentar.
Imaginemos un territorio con centros múltiples y en red, como la vida misma. Rizomas.
Por otro lado, tampoco estamos inventando la pólvora: del total de las funciones musicales realizadas en 2016, 80% corresponde a recitales para menos de 200 personas.
Como dice Mark Fisher: “El agotamiento de lo nuevo nos priva hasta del pasado. La tradición pierde sentido una vez que nada la desafía o modifica. Una cultura que sólo se preserva no es cultura en absoluto”.
Por eso hoy, mucho más que ayer, el futuro hace falta.