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En su carácter de director invitado, el venezolano encontró en los músicos vieneses una respuesta a la altura de su singular lectura de obras de Brahms y Chaicovski
Vía: www.clarin.com | Por: Sandra de la Fuente
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Aunque el seleccionado con el que vino a la Argentina reúne a muchos músicos jubilados y otros tantos que todavía están pasando un período de prueba antes de ser nombrados miembros plenos, la Filarmónica de Viena es una maquinaria perfecta, regulada por una tradición que, evidentemente, ha sabido sortear cualquier tipo de coyuntura. Desde el más antiguo de sus integrantes hasta el más joven entiende su oficio a la perfección. Por esa razón no hay línea ni sección que no suene impecable; tampoco hay corte ni cambio dinámico que, de tan preciso, no produzca la ilusión de estar manejado desde una consola de sonido.
Pero contra toda lógica vienesa, la orquesta, que inauguró el 10 de marzo el ciclo de Grandes Intérpretes Internacionales de la temporada 2018 del Teatro Colón, al mando del director venezolano Gustavo Dudamel, llegó al escenario con diez minutos de retraso. Y hay que decir que, sin notas del programa de mano para entretenerse, esos minutos se hicieron interminables.
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Es cierto que el programa con el que se presentó no es el más interesante para una orquesta de ese porte, aunque nunca se espera nada muy especial de una orquesta en gira. Sin embargo fue interesante escuchar esos grandes éxitos de Brahms y Chaicovski en manos de Dudamel, quien hizo notar líneas que en otras versiones permanecen ocultas. Con razones o sin ellas, las variaciones sobre un tema de Haydn y la cuarta sinfonía de Chaicovski permitieron escuchar la singularidad del conductor.
Sería injusto reprocharle al director venezolano el haber perdido la efervescencia juvenil de aquel entusiasta director de la Simón Bolívar. Pero sí es necesario observar que el Dudamel maduro mide demasiado sus gestos y no tanto sus gustos.
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Aquel hormigueo que mostraba en su primera juventud y que producía furor en cada una sus presentaciones, sobrevive todavía en los tiempos más rápidos, de los que sabe sacar mejor partido y a los que esta orquesta responde con un ajuste celestial.
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Los tiempos más lentos son el verdadero talón de Aquiles de Dudamel. Aferrado a la acentuación antes que al movimiento, y a la línea antes que al timbre, Dudamel convierte ese Grazioso de la séptima variación brahmsiana en un momento innecesariamente solemne, también le da un tono afectado al Andante con moto de la cuarta variación.
Y, finalmente, por muy interesante que resulte escuchar la línea particular de los chelos o de los vientos, el detalle de cada melodía hace que la fluidez del discurso desaparezca y que una polifonía intrascendente reemplace a la curva directriz. Inevitablemente, los tiempos lentos de Dudamel suenan estancados.
Una ovación despidió a la orquesta, que agradeció con dos movimientos de danza: el vals del divertimento para orquesta de Leonard Bernstein y una polka vienesa, el mejor encuentro entre la más pulcra tradición vienesa y la febril mezcolanza americana.
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