Vìa: revistaenie.clarin.com | Por NATE CHINEN The New York Times
El pianista repasa una vida de triunfos, honores y una caja de 34 CD. A pesar de sus búsquedas, asegura que el jazz es lo primordial.
Herbie Hancock, pianista con un estilo de teclado chispeante y una briosa intuición, se ha lanzado cada vez más a una diplomacia cultural que lo llevó a recorrer el mundo. “No me considero un portavoz del jazz”, dijo hace poco, dando a entender que tiene preocupaciones más importantes. Sentado en el living de su casa de West Hollywood, no muy lejos de un nicho atestado de Premios Grammy –más de una docena, incluido uno por álbum del año–, Hancock, de setenta y tres años, estaba de buen humor pero con jet lag después de la gira que había hecho por el este de Asia y que había terminado con innumerables reuniones con funcionarios de gobierno por el Día Internacional del Jazz, su iniciativa como embajador de buena voluntad de la Unesco.
Después debía ir a Washington para los Premios del Centro Kennedy de este año, donde formaría parte de un grupo de cinco galardonados entre los que se contaban Billy Joel y la actriz Shirley Maclaine.
El prestigio de Hancock en el jazz va de la mano de su talla en el campo del pop, hasta un punto que nadie más ha alcanzado. Tras redefinir el lenguaje del piano post-bop en los años 60, hurgó en el funk, la música electrónica y el pop- R& B, dejando su marca en casi todos ellos. Una atractiva colección nueva, The Complete Columbia Album Collection 1972-1988, reúne su obra en treinta y cuatro CD. Entre los álbumes, se encuentran Head Hunters, experimento de jazz funk que vendió más de un millón de discos, y Future Shock, cuyo exitoso single, Rockit, se convirtió en una de las primeras piedras de toque del hip hop y un elemento surrealista permanente de la era de MTV.
Con el mismo espíritu, el próximo álbum de Hancock probablemente sea una colaboración con Flying Lotus, el productor electrónico, y Thundercat, virtuoso del bajo eléctrico y vocalista que suele trabajar con este último. El hecho de que Hancock siempre considerara al jazz como su música primordial puede atribuirse a su idea elástica de ese arte. “Lo que mantiene vivo al jazz, aun cuando no se lo vea en el radar”, dijo, “es que es muy libre y por lo tanto está abierto no sólo a prestar su influencia a otros géneros sino también a tomar cosas prestadas y dejarse influir por otros géneros”.
Este credo probablemente será un importante hilo conductor de sus memorias, que se publicarán el próximo otoño boreal, y en The Ethics of Jazz, una serie de conferencias que tiene programado dar en la Universidad de Harvard. Hancock estudió música clásica de chico. El jazz lo atrapó cuando escuchó al trío de piano de un compañero de colegio en un concurso de talentos. Se inscribió en ingeniería en Grinnel College, Iowa, aunque no pasó mucho tiempo antes de que lo descubriera el trompetista Donald Byrd.
Tras aparecer en varios álbumes de Byrd en Blue Note, hizo su propio debut en el sello, en 1962, y fue contratado por Miles Davis al año siguiente.
“Después de él, todo cambió en cuanto a lo que la gente creía que podía hacer el piano”, declaró la pianista Geri Allen sobre el trabajo de Hancock en esa banda.
Hancock practica el budismo nichiren desde comienzos de los 70 y atribuye a su práctica religiosa el mérito de muchas cosas. “Me di cuenta de que, si me percibo como músico, de algún modo hay una barrera invisible entre las personas que no son músicas y yo. Pero, si me defino como ser humano, desaparecen todas las barreras”. Ha puesto mucha energía en borrar esas barreras… y el jazz se ha convertido en un medio para llegar a ese fin, en lugar de un fin en sí mismo. “Reconozco que este nuevo milenio, y en particular este siglo, verá un nuevo nacimiento de la globalización”, dijo, “además de lo que, espero, será el nacimiento de un nuevo humanismo”.
Luego agregó esperanzado: “Vamos a ver algunos cambios increíbles. Y prefiero esforzarme para que ocurran que esperar a que los haga otro”.