James Rhodes (Londres, 1975) forma parte, igual que el periodista y escritor Alex Ross (El ruido eterno) de ese pequeño grupo de personas que ha sido capaz de lograr lo imposible: que los jóvenes que nunca se habían interesado lo más mínimo por la música clásica se interesen por Bach y acaben incorporando a su menú musical de rock, pop y electrónica los recitales de piano. Lo ha logrado porsu facilidad para comunicar cosas que se escapan a las palabras. Y ahí entra la vivencia musical, pero también los abusos sexuales que sufrió siendo niño. Lo contó en un libro poderoso, Instrumental (editado en España por Blackie Books) y lo recuerda siempre que puede en actos como el organizado por la organización Save the Children en Madrid el pasado junio.
Vía: www.elmundo.es | Por: DARÍO PRIETO SIERRA
Es todo parte de una naturaleza única que fascina a quienes acuden a sus recitales didácticos. Este sábado ofrece uno en la Fundación Francisco Giner de los Ríos de Madrid, dentro de los Veranos de la Villa, al que seguirá otra actuación, en noviembre, dentro del Festival de Jazz de Barcelona. Rhodes lo hace porque siente una responsabilidad, la misma que deberíamos sentir todos, dice, a la hora de ayudar a los demás con nuestras experiencias.
Mucha gente se pregunta qué tiene Rhodes que no tengan quienes antes intentaron, sin éxito, lo que ha logrado. Él se encoge de hombros. “Simplemente, creo que debería ser todo más abierto, más inclusivo”. Y dice que la falta de popularidad de la música clásica es, “en parte, culpa de los músicos. Si vas hoy a un recital de piano, verás aparecer en el escenario a un tipo vestido con un estúpido esmoquin que mira al público, se sienta y empieza a tocar sin decir nada y luego se va”. Por eso, apunta, “suele resultar más divertido escucharte el disco en casa en Spotify en vez de gastarte 30 o 40 euros en algo en lo que no existe una conexión real entre el intérprete y el que lo escucha. Ahí se pierde algo. Por eso los músicos tienen que implicarse, hablar con el público, poner cosas en Twitter y escribir las notas de sus discos”.
Para él, hablar de la violación que sufrió de niño, de la depresión y los intentos de suicido posteriores, y explicar una chacona de Bach “es lo mismo. Porque es parte de lo que soy. Si hablo de mis experiencias de infancia o de depresión, es igual que mis experiencias con Chopin y Beethoven. Todo va de emoción. Y la música es la mejor forma de expresarme en cuestiones que son difíciles de poner en palabras”.
Para él, “todos tenemos la responsabilidad de hablar de cosas que pueden ayudar a los demás o que pueden suponer un cambio, aunque no sea fácil. Y a veces es realmente difícil”. Pero, después de pasar por todo lo que pasó, James lo tenía claro: “Me prometí que si alguna vez tenía un micrófono en mis manos, aunque fuese muy pequeñito, hablaría de ciertas cosas. De música, pero también de cuestiones que todavía son un estigma, como la enfermedad mental. Es nuestro deber, si tenemos experiencias que pueden servir de ayuda a otros, hablar de ellas. Para mí sería más fácil hacer lo del pianista con esmoquin, tocar cada noche y luego irme al hotel. Pero sería una vergüenza”.
En cuanto a sus técnicas didácticas, explica: “La música es lo más importante, pero también es fundamental poner esa música en su contexto. Hablar al público. No me gusta cuando éste lee mientras estoy tocando, me empiezo a preguntar por qué lo hacen, así que intento introducir las diferentes piezas, aportar datos sobre los autores y las obras… y, con suerte, entretener”.
Así que Rhodes intenta “que haya un poco de todo: música, historia y contexto. Pero el criterio primordial para escoger el repertorio es que se trate de composiciones que amo y que creo que a la gente le gustaría oír: Bach, Rajmáninov, Chopin”. La música “va de contar historias y escucharlas. Y escoger cuáles es la parte más divertida, porque hay tantísimas opciones”.
En ese sentido, “la música es siempre un escape”. Y señala que “siempre ha tenido un impacto constante y muy profundo en lo que hacemos. Usamos la música cuando hacemos ejercicio, para relajarnos, como banda sonora de películas…Tiene un efecto en nuestros sentimientos y cambia la forma en que percibimos, igual que el arte, las drogas, la comida o el sexo”. El momento actual es, según él, “muy complicado, va todo muy deprisa, demasiadas cosas sucediendo al mismo tiempo. Especialmente en internet: tenemos Facebook, Twitter, Tinder, e-mails… Y los conciertos son uno de los poquísimos reductos donde puedes ir y cuando las luces se apagan y cierras los ojos puedes construir tu propia historia en tu cabeza. Sin anuncios ni teléfonos móviles. Es un poco como la meditación, una herramienta, algo realmente bueno en una época en que hay demasiadas cosas malas”. Y como él sabe de esto, puede asegurar: “La música siempre ha tenido un efecto maravilloso en mi mente”.
Y esto sucede no sólo en el aspecto personal, sino también en lo colectivo. “Definitivamente hace de este mundo un lugar mejor”, sentencia. Y pone un ejemplo: “La orquesta West-Eastern Divan de Daniel Barenboim es increíble. Su grabación de las sinfonías de Beethoven es de lo mejor que he oído, mejor incluso que la de Simon Rattle. Su trabajo es profundamente bueno y ha provocado enormes cambios en Israel y Palestina. La música no es la única respuesta y por supuesto no va a arreglar todo. Pero si tomamos tan sólo la educación musical y su impacto en los niños, por ejemplo, al introducirla en escuelas donde antes no había, queda clara su enorme capacidad para cambiar el comportamiento, los resultados académicos, la confianza y la disciplina de los estudiantes. Y también en el sentido de comunidad, del colectivo como uno”.
Una colectividad que no siempre funciona como se espera, como se demostró hace poco en su país. “El Brexit es una catástrofe”, se lamenta. “En todos lados ocurre lo mismo y en España hay también racismo y hooligans en el fútbol. Pero es complicado levantarse cada mañana y pensar que el mundo es un lugar estupendo, que podemos confiar en nuestros políticos, que la sociedad funciona bien y que cuidamos de la gente vulnerable. La realidad es confusa y da miedo. Y hay mucha gente mala, sí. Frente a ello, podemos quedarnos en la cama, no hacer nada y sentirnos deprimidos o podemos hacer pequeñas cosas que provoquen pequeños cambios. Ser músico es mucho mejor que ser político, en ese sentido”.
Rhodes recurre una y otra vez a E.M. Forster, “que decía que la música es la más profunda de las artes y la que más profundo ahonda en el arte. Es como si circunvalase el cerebro y fuese directamente a nuestro corazón para vivir experiencias muy difíciles de conseguir en nuestra vida diaria. Como una llave que descubre habitaciones ocultas de nuestro ser”.
De ahí su enfado por la forma actual de comunicarse con este tesoro sonoro que, de alguna forma, le ha salvado la vida: “Tenemos que hacer la música clásica de una forma distinta. Claro que siempre habrá un público para Barenboim y Kissin, pero es tan pequeñito. Y estoy mucho más interesado en el 99,9% que conforma el resto del mundo. Tal vez toda esa gente quiera saber algo más de esta música, pero es muy difícil saber por dónde empezar. Incluso si piensas que quieres escuchar laQuinta sinfonía de Beethoven, te vas a iTunes y hay ¡400 grabaciones! Con fotografías terribles de directores manejando la batuta. Y luego está la terminología: scherzo, adagio. ¿Eso es una pieza? ¿Qué es un movimiento? Y puede que te canses y te acabes comprando Los 50 mejores temas de música clásica en versión chill out. Para mí es lo más frustrante. Por eso es una gran oportunidad grabar discos, escribir libros y dar conciertos en los que hay muchísima gente que nunca antes ha ido a un recital clásico. Porque pueden odiar este tipo de música, claro que sí, pero que al menos sea después de poder conocerla de cerca y luego decidir. Poder pensar que Chopin es muy aburrido, pero que les gusta Bach y luego escuchen más Bach, y luego se interesen por Vivaldi, y vayan atrás hasta Monteverdi… Eso es lo emocionante“.