Pablo González: “La música es poderosa. Es un lenguaje universal que puede cambiar la sociedad en todos los aspectos”
Vía: www.elespectador.com | Por: Sorayda Peguero Isaac
Era el verano de 2005 en Barcelona. Un inmigrante venezolano —42 años, padre de dos hijos, pelo canoso, piel morena, ojos cafés— empezó a pegar avisos en las paredes de su barrio: “Clases de canto gratis”. También repartía trípticos en las escuelas. A una de esas escuelas iban los hijos mayores de Pilar Verdaguer, los mellizos de cinco años Roger y Arnau. “Eran unas fotocopias muy humildes —recuerda la madre—, hechas por él mismo. Leí el tríptico y me pareció buena idea. El sábado de esa misma semana llevé a los niños. Y hasta hoy. Ahora tienen 16 años y tocan el violín”.
—Al principio, la gente como que no me creía —rememora Pablo González—. Imagínate, una persona que viene de fuera, vendiendo utopías. La música aquí no es un arte al alcance de todos. Europa está acostumbrada al sistema de educación musical que le ha dado resultado. Un sistema estable, de academia.
Desde los 11 y hasta los 15 años, Pablo González se aproximó a los instrumentos de cuerda de manera autodidacta. Su madre le cuenta que cuando era niño se encaramaba a una silla para dirigir el Aleluya de Händel. Él no olvida que su encuentro más memorable con la música, el que cambió su vida, se produjo en su natal Maracay, en Venezuela.
—Descubrí el violonchelo a los 14 años, a través de un amigo. Me enamoré. Recuerdo que al día siguiente empecé a estudiarlo. Me dieron la facilidad de participar en un sistema que yo no sabía que existía. Llegué allí y había una orquesta de unos 40 o 50 jóvenes. Vi que había un grupo de violonchelos y que tenían instrumentos para dejarles a los alumnos que querían probar. A los dos meses de ingresar en la orquesta fuimos a Caracas. Allí conocí al maestro José Antonio Abreu y entendí de qué se trataba el Sistema. Fue la primera vez que participé en un ensayo con casi 500 niños. Me quedé impactado. Me dije: “Pero bueno, ¿esto qué es? Esto es impresionante, impresionante, impresionante…”.
Cuando habla del Sistema, González se refiere al Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela, un programa de educación musical fundado por el maestro José Antonio Abreu en 1975 para promover la inclusión social en zonas afectadas por la violencia y la marginación.
—Yo fui un niño del Sistema. Formé parte de la Orquesta Simón Bolívar durante 20 años y aporté mis conocimientos cuando los tuve. También estudié en la Guildhall School of Music de Londres. En Barcelona empezamos con una orquesta profesional, la Orquesta de Cámara Iberoamericana de Catalunya. Mis compañeros de orquesta me decían: “¿Por qué no hacemos algo parecido aquí?”. Nos reunimos con varias instituciones para mostrarles la idea. Se entusiasmaron. Comenzamos con un coro muy pequeño, de 15 niños. Fuimos recibiendo subvenciones e invirtiendo en instrumentos musicales y, poco a poco, los mismos niños que participaban en el coro fueron pasando a la orquesta de instrumentos.
Así empezó el proyecto Vozes, una iniciativa social que, a través de la música, promueve la integración en los barrios menos favorecidos de Barcelona. Vozes ofrece una actividad extraescolar gratuita e itinerante que beneficia a más de 400 niños y jóvenes. El proyecto se desarrolla en 14 espacios repartidos entre escuelas públicas, centros cívicos y asociaciones de vecinos. Cuenta con un equipo de veintidós voluntarios, una Orquesta Sinfónica Internacional, tres corales —dos infantiles y una integrada por padres de los alumnos—, una batucada y tres orquestas nacionales: Amadeus, Beethoven y Corelli. El 66 % de sus miembros son inmigrantes latinoamericanos. Susana Serrano —encargada de gestionar la sostenibilidad y expansión del proyecto— asegura que, si no fuera por Vozes, muchos de ellos no hubieran tenido la oportunidad de acercarse a la música clásica, elegir un instrumento que pueden llevarse a sus casas, sin ningún costo, y tocar en una orquesta sinfónica.
Es una cálida tarde de septiembre. A las cinco en punto llego al Turó de la Peira, uno de los barrios de España que reúnen el mayor número de inmigrantes. Desde el sótano del centro juvenil Les Basses se escucha la melodía intermitente de Dragonhunter, una pieza de Richard Meyer. Dentro de una semana, la Coral Infantil y la Orquesta Amadeus ofrecerán un concierto en la Plaza Catalunya. Es un hecho confirmado: cuando los chicos suben a un escenario, cuando reciben el aplauso del público, el fortalecimiento de su autoestima se traduce en resultados admirables. Por eso, uno de los objetivos de Vozes es que todos los alumnos puedan participar en los más de 50 recitales que ofrecen cada año.
La batuta de Pablo González zigzaguea rompiendo el aire, guiando el ritmo. Hace parar la música: “No, no, no —les pide más agresividad a los violines—. ¡Vamos otra vez!”. Y así, tres, cuatro, seis veces. En el centro de la sala, con los pies suspendidos en el aire, se sientan los músicos más pequeños. La preparación de un concierto supone jornadas de ensayo de hasta siete horas. Hay muestras de cansancio en sus caras, pero no hay quejas: se someten a la disciplina con la dedicación de un atleta, con la pasión de un artista.
Cuando le preguntó si podía admitir a su hija en el proyecto, Dialy Armas recuerda que el maestro González le contestó: “Aquí todo el que tenga disposición para participar, participa”. Dialy suspiró aliviada. Pensó que las capacidades especiales de su hija supondrían una barrera. Starleck nació en Venezuela hace 24 años, pero en las regiones de su mente es una niña de 12. Llegó al mundo sin llanto y sin aliento. No respiraba. Así estuvo por 16 minutos. “Cuando mi hija nació, me dijeron que iba a ser un vegetal, que no había esperanzas para ella. Y mírela —dice la madre, señalando el extremo izquierdo de la sala—, ella está tocando, está leyendo partituras, se siente importante, aceptada. Es feliz con su violín”.
Una semana después, pasadas las seis de la tarde de un viernes lluvioso, Pilar Verdaguer —catalana, soprano, madre de tres hijos y fundadora de la Coral de Padres— atraviesa la puerta del centro juvenil con un paraguas enchumbado y el pelo recogido en una coleta. Hoy ensaya la Coral Infantil. Sentada en una silla de escolar, me habla de sus mellizos, de cómo era tener a dos pequeños violinistas en casa: “Al principio sonaban como rayos”. Habla de Queralt, su tercera hija, que tiene siete años, que canta en la coral y que también toca el violín. Habla de lo mucho que le gustan Mozart y los Beatles. Habla, con añoranza, de cuando tuvo que renunciar a la música para estudiar una carrera “más estable” y de que no quiere, por nada de este mundo, que ninguno de sus hijos tenga que pasar por lo mismo. Pilar es médico geriatra, sabe que los ancianos con alzhéimer se olvidan de todo, o de casi todo: de sus canciones favoritas no. “Yo he visto lo que hace la música con gente que ya ni habla. Cuando ya no tienen la palabra, cuando ya la perdieron, siguen sintiendo la música. La música está por encima de la razón”.
La voz de Naomi Ramírez Bastidas es suave, como un susurro. Tenía once años cuando entró al proyecto. Toca un instrumento majestuoso: el contrabajo de cuerda. A los 19 años, Naomi tiene la certeza de haber encontrado su vocación: acaba de matricularse en el Conservatorio Municipal de Música de Barcelona. Le fascinan las canciones de Bruno Mars, pero también le gustan Tchaikovski y Rajmáninov. “Yo nací aquí. Mi mamá es peruana y mi papá colombiano —dice—. Crecí escuchando los discos de música clásica de mi abuela, pero nunca imaginé que podía tocar en una orquesta”.
—Todo el repertorio musical sirve —asegura Pablo González—. Los niños deben tener acceso a todo tipo de música: folclórica, popular, clásica… Si no las conocen, no tendrán opciones para elegir. Deberíamos intentar que la presencia de la música en la vida de la gente sea algo cotidiano, que sea parte del niño y de la familia, aunque no se vayan a dedicar a la música profesionalmente. La música es un derecho de todos. Los estados deben sensibilizarse y dar apoyo a nuevas maneras de acceder al arte. Que todo el mundo tenga esa oportunidad.
Al principio, Pablo González compaginaba la creación del proyecto Vozes con su trabajo como profesor de software en una línea de producción de la empresa automovilística Seat. Utilizaba instrumentos de cartón para que los niños practicaran el modo correcto de sujetarlos, para impulsar sus ilusiones, mientras llegaban los instrumentos de verdad. Dice que su apuesta es una locura que aún le cuesta creer: “Todavía me levanto de la cama y me pregunto: ‘pero qué estamos haciendo’”.
—¿Por qué lo hace? ¿Para qué?
—La música es poderosa. Es un lenguaje universal que puede cambiar la sociedad en todos los aspectos. Yo creo que tocar en una orquesta y lograr vencer obstáculos técnicos, automáticamente te hace creer que puedes con la vida. Cantar juntos, tocar juntos, componer juntos, hacer un concierto, vivir esa experiencia juntos, hace que los niños y las familias se unan, que acepten al compañero, venga de donde venga, que crean y tengan esperanza en esta sociedad y en la vida. Es algo profundo, que tiene que ver con la belleza y con lo que nos hace realmente humanos.