Vía: ccaa.elpais.com/JAVIER PÉREZ SENZ
A lo bueno se acostumbra todo el mundo. Justo un año después de triunfar en el Palau con un maravilloso homenaje a Richard Strauss, Daniel Barenboim y la Staatskapelle de Berlín han regresado al templo modernista para inaugurar con dos conciertos triunfales la temporada de Palau 100. Si el lunes asombró el poderío y la flexibilidad de la orquesta alemana en un programa de lucimiento con obras de Richard Wagner y Edward Elgar, el concierto del martes, consagrado a Giuseppe Verdi, tuvo su mayor carga emocional en la interpretación de las Cuatro piezas sacras: por primera vez, el Orfeó Català y el Coro de Cámara del Palau de la Música Catalana actuaban bajo la dirección de Barenboim, un acontecimiento que vivieron con ilusión y entrega total.
Wagner dirigido por Barenboim significa emoción y grandeza espiritual. Pocos directores alcanzan hoy en día su colosal dimensión como intérprete wagneriano; quizás Christian Thielemann y nadie más capa de hacerle sombra. Curiosamente, los dos prefieren un Wagner cargado de humanidad, profundo y espiritual, en lugar de entregarse al hedonismo de la perfección orquestal. Y en el Palau se vivió el milagro orquestal del preludio y el Encantamiento del Viernes Santo, de Parsifal, desde el latido interior de una música que parece detener el tiempo; mientras la luz del atardecer hacía aún más bellas las vidrieras y la lámpara central del Palau, Barenboim y la Staatskapelle berlinesa moldeaban un sonido wagneriano de estremecedora belleza.
Después sonó el preludio del acto primero de Los maestros cantores de Núrenberg; allí donde muchos directores solo ven solemnidad y poderío germánico, Barenboim baña el discurso wagneriano con calidez, humanidad y un punto de ternura. El sonido orquestal, denso, brillante en los metales, dúctil en maderas y cuerda, fue una fiesta.
Tras Wagner, la Primera sinfonía de Elgar, una música que es mucho más que pompa y circunstancia victoriana y que en manos de Barenboim muestra los lazos de unión con Brahms y Wagner; la obra está dedicada al legendario director de orquesta Hans Richter, gran apóstol de la causa wagneriana quien, por cierto, se encargó de pasar a limpio la partitura de Los maestros cantores mientras aún estaba fresca la tinta utilizada por Wagner.
Fue un Elgar conmovedor, de sutiles detalles orquestales y suma brillantez, impactante en la gama dinámica pero siempre con la nobleza expresiva como guía de una lectura antológica.
No se llenó el Palau en la segunda velada, programada en la serie Constelación, pero se registró una buena entrada. Verdi sonó demasiado enérgico; hubo detalles cautivadores en las oberturas de I vespri siciliani y La forza del destino, y de manera especial en los conmovoderos preludios de La traviata, pero era un Verdi muy alemán en su contundencia sonora.
En las Quattro pezzi sacri se desataron ráfagas de extraordinaria potencia tanto en la orquesta como en los coros del Palau; la emoción al ser dirigidos por primera vez por un director tan carismático dio lugar a una entrega total de las voces. La lectura impresionó más por la intensidad y el caudal sonoro que por la delicadeza en los pasajes de recogimiento más profundo. Pero fue en todo momento una versión de expresividad desbordante