Musicalmente hablando, es como si al mundo le quitaran, casi definitivamente, una parte de su memoria. Se va uno de los últimos grandes padres fundadores del blues, un hombre que creó un nuevo lenguaje con la guitarra eléctrica, pieza esencial en la arquitectura de la música popular del siglo XX. Se va algo más que un simple músico. Porque B. B. King, muerto a los 89 años, representaba un modo de vida y de creación musical en Estados Unidos.
El músico desfalleció el pasado octubre durante un concierto y tuvo que cancelar el resto de la gira también por deshidratación y agotamiento provocados por la diabetes que le fue diagnosticada hace más de dos décadas. Desde entonces, su estado de salud no hizo más que empeorar.
Nacido en el seno de una familia pobre, en una diminuta cabaña de un pueblo de Misisipí, su primera experiencia musical llegó a los 12 años cuando formó parte de un grupo vocal de gospel y el predicador le enseñó sus primeros acordes con una guitarra. Entonces, recogía algodón en una granja de la ciudad de Lexington. Luego, lo hizo en Indianola durante los primeros años cuarenta.
Con su famosa Lucille —nombre que dio a su inseperable guitarra Gibson— y un puñado de dólares en el bolsillo, se mudó en 1946 a Memphis, la ciudad que poco después alumbraría a Elvis Presley, donde a finales de los cuarenta y principios de los cincuenta desarrolló un estilo único: mezclaba el sonido rural del campo con la vitalidad eléctrica de la ciudad. Allí se convirtió en el rey de la calle Beale e hizo avanzar el blues. Le otorgó en esos primeros años un carácter particular y asombroso. Canciones como I’ve Got a Right To Love My Baby, Please Love Me, Three O’Clock Blues, Sugar Mama o Gotta Find My Baby, eran composiciones que muestran un blues nada convencional, donde había orquesta de metales que le alejaban del prototipo del músico primitivo del Mississippi pero sin perder las raíces de su tierra. Con su voz aguda y el poder de su guitarra, era el medio camino perfecto entre Mississippi y Chicago, entre lo rural y lo urbano, entre el Génesis y el Nuevo Testamento del blues.
Fue el sonido del blues moderno, que más tarde explotó en Chicago y marcó a toda la generación el rock’n’roll de los sesenta. Tuvo grandes discípulos blancos como Eric Clapton o Mike Bloomfield. Los Rolling Stones, fascinandos por el cancionero de los primeros bluesmen originales, se lo llevaron de gira. De telonero, con ellos dio alguno de los miles de conciertos que tenía en su hoja de ruta. Porque B. B. King, que ansiaba sacarse el mayor dinero posible a través del blues locuaz y contagioso de su guitarra, se tomó por costumbre hacer más de 250 actuaciones al año. En España, se le pudo ver en varias ocasiones, entre ellas con Raimundo Amador.
De alguna forma, en las últimas dos décadas quedó etiquetado como el gran embajador del blues clásico, de ese sonido primigenio que sonaba más real y absorbente que en ningún otro lado en aquellos hombres y mujeres que vivieron una época determinada. Muchos fueron cayendo mientras él seguía tan incombustible como en sus años más jóvenes, aunque con los achaques de la edad: tenía problemas de vista y tenía que tocar sentado durante toda la actuación. Pero ahí estaba B. B. King, llamado por muchos Rey del blues y con el que todas las figuras musicales querían compartir escenario, bien fuera sus discípulos hasta Luciano Pavarotti. Ahí estaba un artista esencial para comprender el desarrollo de la música popular del siglo XX, el fascinante universo del blues original, nacido del mundo rural y electrificado a través de su Gibson hasta moldear un lenguaje impactante. Ahí estaba, en definitiva, B. B. King, memoria de un tiempo irrepetible, tal vez el último guitarrista que nos recordaba cómo empezó todo cuando queríamos hablar de blues.