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Los gusanos auditivos son melodías pegadizas imposibles de desterrar de la mente que se vuelven neurológicamente irresistibles
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SE SUELE decir que la música amansa a las fieras, pero cuando se trata de melodías pegadizas, de esas que se te incrustan en el cerebro y te asedian sin compasión durante horas, días e incluso meses, está lejos de tener un efecto calmante. Por sí sola, una frase de tres o cuatro compases pulsa play en nuestra mente por donde, ajena a todo control, se dedica a deambular en bucle. Da lo mismo el lugar o el momento: en un atasco, en una reunión importante, en un examen, en la consulta del dentista… Hacen acto de presencia sin invitación previa. Son los denominados “gusanos auditivos”, término acuñado en los ochenta a partir de la traducción literal del vocablo alemán ohrwurm, que plasma de un modo gráfico su naturaleza invasora. Si bien acaban por desaparecer más pronto que tarde, a veces, como apuntó Oliver Sacks en Musicofilia (Anagrama), quedan agazapados en los recovecos del inconsciente, de modo que un ruido, una palabra o una asociación son capaces de reanimarlos, en ocasiones incluso al cabo de los años. En suma, algunos de esos fastidiosos gusanillos parecen obstinarse en acompañarnos de por vida. En la literatura científica ese fenómeno también recibe el nombre de “imaginería musical involuntaria”. Piensen unos instantes en superéxitos como Waterloo, de ABBA; You’re Beautiful, de James Blunt, o Despacito, de Luis Fonsi, y entenderán de qué estamos hablando, pues hasta el final de esta sección… les estarán sonando en la cabeza.
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Desde la primera nota, la música zarandea nuestras emociones y facultades cognitivas. Cuando las ondas sonoras viajan por el oído y llegan transformadas en impulsos nerviosos al cerebro, este último no puede evitar reaccionar, pues la música pulsa todas sus teclas, creando una sinfonía de corrientes eléctricas en la corteza auditiva primaria, en el cerebelo, el tálamo, la amígdala, el hipocampo, la corteza prefrontal, el área de Broca… Es decir, tanto en las áreas más desarrolladas de nuestro centro de operaciones como en las más primarias. Philip Ball, en El instinto musical (Turner), apunta que no hay otro estímulo que implique, de una manera comparable, a todos los elementos de la mente y los fuerce a entablar un diálogo. Por experiencia, todos sabemos que la música es una de las herramientas más socorridas cuando queremos alterar, casi al instante, nuestro estado de ánimo. Cada cual echa mano de su playlist para concentrarse y mejorar su rendimiento, para relajarse o insuflarse una dosis de optimismo. “La música nos brinda consuelo, sabiduría, esperanza, y lleva haciéndolo miles de años”, afirma James Rhodes en Instrumental. O simplemente acudimos a ella para recrearnos en la tristeza. Al fin y al cabo, la gente necesita canciones con las que llorar las pérdidas o romper con alguien, como subraya Carl Wilson en Música de mierda (Blackie Books). Es el vehículo perfecto de la melancolía, pues dispara en la memoria los momentos asociados con la primera escucha de esas notas, o bien con otros posteriores dotados de un significado especial. La música, dijo Oscar Wilde, es lo más cercano a las lágrimas y a los recuerdos. De ahí que la banda sonora de cada individuo sea tan irrepetible como una huella dactilar.
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Con el auge del sampleado, la técnica para crear melodías invasoras se ha perfeccionado hasta el extremo
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Las melodías o los fragmentos musicales pegadizos no son, por supuesto, una invención de Lady Gaga. En la música clásica, las frases se repiten durante el desarrollo de las composiciones, ya sean sonatas, óperas o sinfonías. Es el medio por el que se fijan en la memoria. Las canciones de cuna que tatareamos, por citar otro ejemplo, también se basan en patrones recurrentes. La diferencia con respecto a la época en que no existía la tecnología para grabar y reproducir sonidos es que ahora la música es omnipresente y, además, con el auge del sampleado, la técnica para crear gusanos auditivos se ha perfeccionado al extremo. Los compositores musicales e ingenieros de sonido no ignoran que una canción pegadiza es una atinada mezcla de banalidad y singularidad en la que una melodía reconocible está salpicada de pequeñas sorpresas. En las piezas de música que tanto nos enganchan se repite una receta con ingredientes similares: dominan los tiempos rápidos, las secuencias de notas cercanas entre sí en la escala musical y las combinaciones de subidas y bajadas. Y poco importa que la melodía pegadiza nos horrorice, como los agudos de My Heart Will Go On de Céline Dion, pues neurológicamente resulta irresistible.
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De entre todos nuestros pensamientos cotidianos, se estima que un 40% son devaneos espontáneos que nada tienen que ver con lo que estamos haciendo en ese preciso instante. En esa categoría encajan los gusanos auditivos, para los que no hay más antídoto que esperar con estoicismo a que desaparezcan. O bien escuchar la canción en cuestión conscientemente, de cabo a rabo, a fin de romper el sortilegio del bucle, o expulsarlos con otra música que los aniquile, a modo de plaguicida. También podemos hacer caso omiso, la próxima vez, a las plataformas digitales que, basándose en algoritmos, nos recomiendan un surtido de música compuesto por piezas que probablemente sean de nuestro agrado y atrevernos a explorar, por nuestra cuenta y riesgo, géneros, intérpretes o compositores que no pertenezcan a nuestra burbuja musical. Al menos así ampliaremos nuestro horizonte sonoro. Y, si no, volvamos al silencio. Como bien dijo alguien, es mejor no romperlo, si no es para mejorarlo.
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