El pianista Steve Kuhn, auténtico superviviente de la era legendaria del jazz, visitó el jueves Sevilla para ofrecer, pese a su delicado estado de salud, un concierto en el Festival de la Universidad
Vía: www.diariodesevilla.es | FRANCISCO CAMERO
Es capaz de recordar la camisa que llevaba la primera vez que regresó a Nueva York, dispuesto a abrirse camino en lo que para él, y desde luego también para el jazz, era el centro del mundo. El leve guiño que le hizo un veinteañero Ornette Coleman antes de sumergirse en uno de sus solos descarnados e indómitos. Las primeras de las demasiadas copas de más que se tomó una noche de finales de los años 60 la mujer por la que acabó viviendo durante una larga temporada en Suecia y el momento en que decidió seguir queriéndola pese a todo. El color y los textos de las galletas de los álbumes de Count Basie que se amontonaban junto a muchísimos otros a los pies del tocadiscos de su padre.
A sus 79 años, la memoria de Steve Kuhn parece haber adoptado el peculiar y minucioso ultrazoom de quienes llegan a esas alturas de la vida para contarla. En su caso, además, tiene material en abundancia para recordar. Tocó con Chet Baker, Stan Getz, Kenny Dorham, Coleman Hawkins, Max Roach o Gary McFarland, además de, obligadas menciones aparte, dos figuras capitales en la historia del jazz como el citado Coleman y John Coltrane. A sus espaldas, también una fértil carrera en solitario o como líder de banda, con predilección por el formato de trío, al igual que dos de sus pianistas favoritos, los enormes Bill Evans y Ahmad Jamal. Tuvo un papel destacado en los primeros años de ECM, un sello netamente europeo, capital para entender el jazz contemporáneo, en cuyo catálogo se encuentran algunos de sus trabajos más inspirados, discos como Ecstasy (1974) o Playground (1979), éste con la cantante Sheila Jordan, cómplice habitual durante muchos años.
El pianista neoyorquino visitó Sevilla el jueves para actuar en el Festival de Jazz de la Universidad. En esa misma jornada, horas antes, el Cicus había previsto organizar un encuentro de Steve Kuhn con el público que hubo de ser cancelado debido al delicado estado de salud del artista. Pese a ello, esa mañana nos recibió en su hotel. Encontramos a un hombre tremendamente frágil, que apenas podía andar, recién operado de un hombro, con fiebre, taciturno. El concierto fue extraordinario, como les contó ayer, aquí mismo, el amigo Alberto Marina. Pocos espectadores, seguramente, adivinarían el inmenso esfuerzo que el hombre tuvo que derrochar sobre el escenario. La clase de dignidad, humildad y entrega que cabe esperar de un pianista exquisito y lírico que nunca fue una estrella de primera línea o mediática, sino sólo un artista extraordinario y un verdadero superviviente de la era legendaria del jazz.
-Usted se formó en el piano clásico. ¿Cómo llegó al jazz?
-Antes siquiera de saber andar o hablar. Mi padre tenía una buena colección de discos de jazz de los años 30 y desde pequeño yo reaccionaba ya muy bien ante esa música; me acostaban poniéndome un disco, solía quedarme dormido escuchando a Benny Goodman. Cuando tenía 5 años mis padres decidieron que estudiara piano clásico, pero me aburría seguir la partitura y no poder improvisar, de modo que mi profesor acababa dándome algo más entretenido, como un boogie-woogie. Con 12 años nos mudamos a Boston y allí fui alumno de Margaret Chaloff, una mujer maravillosa que era experta en la escuela rusa y estaba muy familiarizada con compositores como Rajmáninov, pero además conocía bien el jazz porque era amiga de Charlie Parker. Con ella tuve que reaprender a tocar por completo. Fue duro pero enormemente valioso. Al final se convirtió en una segunda madre para mí. En aquel periodo comencé a tocar en los clubs de jazz.
-Puede decirse que nació como músico de jazz en Boston…
-Sí, estaba aún en el instituto pero me llamaban para hacer sustituciones o para tocar entre los dos pases del artista principal. Toqué mucho con Chet Baker, Don Elliott, Vic Dickenson, que era formidable… Más tarde, en 1959, cuando me gradué en Harvard, entré en la Lenox School of Music, que organizaba un campus de jazz con profesores como Bill Evans o todos los del Modern Jazz Quartet. Lo bueno es que no sólo eran clases, salíamos mucho con ellos, nos pasábamos las noches hablando en los bares. Allí conocí a Don Cherry y Ornette Coleman, que eran también alumnos, y montamos un grupo. La verdad, era complicado tocar con Ornette, nunca llegué a tener muy claro lo que tenía que hacer cuando él se metía en uno de esos solos. Pero aquello fue muy importante. Luego ya me fui a Nueva York.
-Donde conoció a Coltrane…
-Así es. Fui a buscarme la vida porque era allí donde estaba el meollo de la música. Nada más llegar llamé a todos los músicos a los que conocía. Me contestó Kenny Dorham, que necesitaba un pianista. Entré en su quinteto, era el único blanco de la banda. Estando con él me enteré de que Coltrane iba a dejar el quinteto de Miles Davis para formar su propio cuarteto. Yo soy muy tímido, pero me armé de valor, conseguí su teléfono y lo llamé. “Mira, no sabes quién soy, pero toco con Kenny Dorham y sé que estás montando una banda. Me gustaría quedar contigo para tocar”. Quedamos en un estudio una semana después. Y días más tarde de aquello me llamó: “Vente a mi casa”. Cocinó su mujer de entonces, Naima, una cena estupenda, y luego él se ofreció a llevarme en su coche de vuelta a Manhattan. No me había dicho nada en toda la noche. Al final sólo me dijo: “¿125 dólares a la semana te parece bien?”. En total, estuve tocando con él ocho semanas.
-Fue una experiencia brevísima en el conjunto de una vida, pero le marcó para siempre, como se comprobó por ejemplo en su disco Mostly Coltrane (2009). ¿Cómo era él más allá de su condición de genio de la música?
-Era una persona absolutamente dedicada a la música. Quedaba muy claro estando a su lado que para él nunca se trató de tener mujeres alrededor, ni drogas, ni celebridad, ni aplausos. Es la única persona a la que he conocido inmersa de ese modo en un arte. Cuando no estaba durmiendo o comiendo, siempre tenía consigo el saxofón. Su técnica era única, por supuesto, pero se notaba que había crecido con el rhythm & blues y por encima incluso de esa técnica lo impresionante es que la música le salía de muy muy adentro. Yo entonces tenía 21 años y andaba buscando mi propia voz. Era muy joven y me sentía inseguro, intenté un montón de cosas pero no acababa de estar contento con cómo yo estaba tocando. Al final se lo dije: “John, no estoy nada convencido; dime si hay algo que no estoy haciendo y quieres que haga o al revés, si estoy haciendo algo que no debería hacer”. Él me dijo: “Te respeto demasiado como músico para decirte cómo tienes que tocar”. Lo cierto es que cuando llegó McCoy Tyner, el otro pianista, me di cuenta de qué es lo que había que hacer. Resulta que John tenía ya un acuerdo con él, pero no había podido venir antes porque tenía algún compromiso. Creaba una alfombra sobre la cual Coltrane podía hacer cualquier cosa. Yo eso lo hacía a veces, pero no siempre… Volví entonces con Kenny Dorham, empecé a tocar también con Scott LaFaro y Pete La Roca y en el 61 volvió Stan Getz de Europa y quiso montar una banda, así que nos unimos a él.
-Hablando de Europa, usted ha tenido una significativa relación con este continente. Vivió en Suecia desde finales de los 60 hasta el año 71…
-Conocí en el 66, en una fiesta en Nueva York, a una mujer con un talento extraordinario, Monica Zetterlund, actriz y cantante sueca. Resumiendo: nos enamoramos. Meses después quedamos en pasar una semana en Londres. Me puse malo de la emoción de tomar ese avión, me dio hasta fiebre. Cuando llegué al aeropuerto de Londres ella no estaba allí para recogerme, como habíamos hablado. Llegué al apartamento que alquilamos y vi que se había quedado dormida. Aparte de eso, de propina, me di cuenta de que era alcohólica. Ahí supe que había un problema. Pero me quedé a su lado. Le quité la ropa, le di un baño, la cuidé. Eso es lo que decidí hacer. En aquella época, por otro lado, yo no tenía mucho trabajo en Nueva York, así que me mudé a la casa que ella tenía en Estocolmo. Poco a poco fui conociendo a muy buenos músicos, toqué con Aldo Romano o Niels-Henning Orsted Pedersen, con todos los que hoy son considerados los padres del jazz europeo.
-¿Era más liberador hacer jazz en Europa que en Estados Unidos, donde de algún modo es imposible escapar del peso de la tradición?
-Sí, me sentía bastante más libre para hacer lo que yo quería hacer. Lo que me apetecía. Además, el artista en sí estaba más considerado en Europa. En este sentido, era más fácil ser músico en Europa. Fue muy instructivo también en el plano personal, precisamente porque todo era tan diferente a lo que había vivido antes. Me di cuenta de que vivir en Estados Unidos no lo prepara a uno para darse cuenta de que todo eso todo de la tierra elegida es bullshit. Es muy sano sentirse extranjero.
-No quiero dejar de preguntarle por un disco crucial en su trayectoria, The October Suite (1966), grabado junto al gran Gary McFarland. Se convirtió en una obra referencial del jazz de cámara y según tengo entendido cautivó tanto a Manfred Eicher que fue una inspiración clave para fundar ECM. Más allá de todo eso, ¿qué significa para usted aquel álbum?
-Gary escribió toda la música y los arreglos, porque había un cuarteto, y yo era el único solista en el disco. Lo cual para mí representó todo un desafío porque yo en aquel momento no estaba nada contento con mi forma de tocar. Es un disco muy especial para mí. Salió bien, tuvo mucha repercusión, sí. En aquel momento estaban muy de moda los intentos de fusionar el jazz y la música clásica, algo que para mí es absurdo. Uno puede estar influido por tal cosa u otra, y eso claro que se va a notar en tu música, pero hacer clásica y jazz a la vez es imposible. Supongo que un motivo por el que tuvimos éxito fue que no intentamos hacer eso. Tocamos nuestra música, de la manera más natural, tal como la sentíamos, sin más.
-Es la segunda vez que dice que no se sentía contento con su forma de tocar. ¿Está hoy satisfecho en este aspecto?
-Ah, no, nunca. No creo que llegue a ese punto jamás. Soy demasiado crítico conmigo mismo. Una vez que he grabado algo, ya no vuelvo a escucharlo más. Porque seguro que no me va a gustar.
-Al hilo de esto, hablaba antes de esa época en la que andaba buscando su propia voz. ¿A dónde quería llegar con su música, qué cosas quería que su música nunca dejara de decir?
-El objetivo principal, siempre, es tocar los corazones de las personas. Nunca me ha interesado impresionar mediante un alarde de técnica, sino conmover. Si a alguien no le gusta mi música, vale, perfecto, ningún problema; lo que no soportaría es que sólo dijera de mi música que es interesante, eso para mí sería terrible, me resulta demasiado parecido a la indiferencia, en realidad. Prefiero que odien mi música a que parezca sólo interesante. Aunque lógicamente prefiero más aún que a la gente le guste y se encariñe con ella. Por otro lado, yo toco mucho en formato de trío, y tal como yo lo concibo no se trata de mí, no lo entiendo como yo-liderando-un-grupo, acompañado por otros dos, sino de tres músicos en pie de igualdad que se exprimen los unos a los otros para provocar una reacción emocional en los demás.
-¿Le interesa el jazz actual?
-No escucho casi nada de música actual. De hecho, ya casi no escucho música, a secas. He estado toda la vida buscando, entrando y saliendo, yendo y viniendo, y en estos últimos años ya no me apetece esa investigación constante. Conozco a los nuevos músicos, sí, pero apenas los escucho. De vez en cuando voy a ver conciertos de amigos y poco más. Prefiero quedarme en casa viendo el béisbol o el fútbol. En fin, cosas que pasan cuando uno se hace viejo.
-¿De qué manera han cambiado sus motivaciones y expectativas a la hora de hacer música?
-Mi música ha sido influida por todo lo que me ha pasado en la vida, así que las motivaciones han ido cambiando del mismo modo que mi propia vida lo ha hecho. Durante los últimos 30 años, lo más importante para mí ha sido conseguir desarrollar mi propia voz. Que le gente escuche algo y diga “eh, esto es Steve tocando” es algo que me gratifica mucho. Aspiro a que todo lo que toque, aunque sea un standard, sea cada vez más íntimo, totalmente personal.