Por María Elisa Flushing
La conquista de la Antártida, un territorio inhóspito con temperaturas de hasta menos 80 grados y vientos de 300 kilómetros por hora, fue escenario de una de las más dramáticas carreras de la historia. Un equipo noruego, encabezado por el explorador Roald Amundsen, y otro inglés, liderado por el capitán Robert Falcon Scott, fueron los protagonistas de esta hazaña. El 14 de diciembre de 1911, Amudsen y sus compañeros noruegos llegaron al polo sur, mientras que los británicos lo lograron 34 días más tarde. Desmoralizados, ateridos de frío, agotados y sin alimentos, no pudieron Scott y sus hombres sobrevivir al duro viaje de retorno.
Amudsen, hábil aventurero y veterano en técnicas de supervivencia aprendidas de los esquimales, organizó una eficaz expedición con trineos y perros, en tanto que Scott decidió utilizar trineos a motor y caballos. No tardaron los trineos en averiarse y ningún caballo resistió el congelamiento de la piel y el hundimiento en la nieve bajo el peso de la carga. La expedición tuvo, entonces, que proseguir a pie cargando su propio equipo. Scott, obsesionado con ganar la conquista del Polo Sur para la gloria del Imperio Británico, firmó su propia sentencia de muerte y la de sus compañeros al llevar a cinco hombres para el trayecto final, en lugar de los cuatro para los que estaba prevista la comida.
Falcon Scott, y su lamentable fracaso, lejos de ser objeto de vergüenza por la improvisada y poca profesional expedición, se convirtió en ícono del heroísmo británico. El pormenorizado diario en el que Scott narra las penurias padecidas, y que se encontró unos meses después junto a su cadáver, lo elevaron a la categoría de héroe nacional y ejemplo del estoico espíritu inglés. Scott detalló la muerte de cada uno sus compañeros, como la del Capitán Oates, a quien una antigua herida de guerra lo imposibilitó para seguir caminando y voluntariamente se alejó del campamento. Las últimas palabras de Oates quedaron registradas en el diario: “Solo voy a salir y tal vez no regrese en un tiempo”.
En 1948, los estudios Ealing adaptaron el diario y llevaron a la pantalla la trágica épica de Scott y sus compañeros: “Scott of the Antartic”. La banda sonora para la película la compuso Ralph Vaugh Williams, popular músico inglés considerado por muchos el más grande desde la época de Henry Purcell. La improvisación y la falta de planificación de Scott para tamaña expedición asombraron al propio compositor.
Inspirado por el tema de exploración polar, Vaugh Williams incorporó, entre 1949 y 1952, gran parte de la banda sonora de la película a su Séptima Sinfonía dedicada a Ernest Irving, director musical de los estudios Ealing: La Sinfonía Antártica.
Cada uno de los cinco movimientos de esta sinfonía está precedido por un texto que, sin duda, describe la terrible odisea.
Preludio: “Para sufrir infortunios que la esperanza cree infinitos, para perdonar errores más oscuros que la muerte o la noche, para desafiar al poder que parece omnipotente. No para cambiar, ni titubear, ni arrepentirse. Esto… es lo que es. Bueno, grandioso y feliz, hermoso y libre. Esto sólo es la vida, la alegría, el imperio y la victoria”
Shelley -Prometeo Liberado
Scherzo: “Allí navegan los navíos; allí está ese Leviatán que formaste para jugar con él” Salmo 104
Paisaje: “¡Cascadas de hielo caen! Desde la cima de la montaña. Abajo, enormes pendientes y barrancos esperan. Torrentes que me hacen pensar que escucho una voz potente. Y cesaron de inmediato en medio de su loca caída. ¡Torrentes inmóviles! ¡Cataratas silenciosas!”
Coleridge – Himno antes del amanecer en el valle de Chamounix
Intermezzo: “El amor, de todos modos, no sabe de estaciones, ni tampoco de clima, ni de horas, días o meses; sólo son harapos del tiempo”.
Donne – El Amanecer.
Y por último, el Epílogo, tomado del propio diario del Capitán Robert Falcon Scott:
“No me arrepiento de este viaje; tomamos riesgos y lo sabíamos. Las cosas resultaron en contra nuestra y por lo tanto no tenemos razón para quejarnos”.