Vía: Sofá Sonoro.com | por Alfonso Cardenal
Chet Baker me mira desde la portada de un vinilo originalmente editado en 1958. Su rostro es atractivo y duro, de rasgos marcados. Sus ojos miran fijamente y su mirada transmite soledad a pesar de que una mujer le abraza apoyando su mejilla ladeada en el hombro de Baker. El disco, vagamente titulado ‘Chet’, es una vieja joya del jazz con Bill Evans al piano y Herbie Mann a la flauta. Un álbum instrumental en el que no se añoran las palabras porque la música se sostiene sola.
Se trata de un disco obsesivo y dulce que transmite una enorme soledad. Un disco mañanero que arranca con ‘Alone together’ y que cierra la primera cara con ‘Tis autumn’ dejando en el aire, como suspendidas, unas notas cargadas de recuerdos, de sentimientos cruzados e invasivos. Cuando Baker grabó este álbum estaba hundido en la droga, más aún tras la muerte por sobredosis de su amigo Dick Twardzik unos años antes.
Baker sabía moverse en esos peligrosos límites de las drogas. Adicto durante décadas, el trompetista, que se exilió en Europa, consiguió seguir a flote, apoyado en sus mujeres, en los peores momentos. Su vida, tan trágica como llena de magia, estuvo marcada por las adicciones, el jazz, las mentiras y las mujeres hasta que la muerte, a la que había dado esquinazo en múltiples ocasiones, le cazó por sorpresa en la capital de Holanda una madrugada de 1988. En esta vieja ciudad se cobijó Baker a finales de los años ochenta y en ella murió pocas semanas antes de que se estrenase el genial documental ‘Lets get lost’ de Bruce Weber, nominado al Oscar en 1988.
En 2010 recorrí el centro de Europa en un viaje que comenzó escuchando jazz en Voldenpark, el gran parque de Ámsterdam. Había vuelto a ver el documental de Weber unos meses antes y sentí la necesidad de rendir tributo al genial trompetista antes de abandonar la ciudad. No hay mucha parafernalia alrededor del lugar en el que murió el músico, aunque sí cierto misterio. Chet Baker falleció el 15 de mayo de 1988 después de caerse de su habitación en el Hotel Prins Hendrik de Ámsterdam, a escasos metros de la estación central, aunque sus restos se encuentran en el cementerio Inglewood Park de Los Ángeles, California. Baker dio positivo por heroína y cocaína en la autopsia, lo sorprendente del caso es que la ventana por la que cayó apareció cerrada, las hipótesis apuntan a un accidente. Baker debió de intentar cerrar la ventana y cayó al vacío. Tampoco se trataba de una gran altura, pero Baker había escapado a su destino durante demasiado tiempo.
En el lugar, entre la puerta del hotel y la de una licoreria, hay una placa de bronce con el rostro de Baker que recuerda su muerte y su obra. Está allí después de que decenas de aficionados erguiesen en la pequeña plaza sus propios monumentos. Un día el Ayuntamiento se cansó y lo hizo oficial: habría una placa en el lugar.
Esa tranquila plaza no tiene más encanto que otros rincones de la ciudad, pero era el hogar de Chet Baker, su último hogar. Allí esperaba para su enésimo regreso tras una carrera que comenzó temprano y que conoció la gloria y el infierno de la fama, las drogas y el jazz. Una vida inmortalizada en álbumes hipnóticos y sensuales con portadas como la que me mira esta mañana mientras Chet sopla la trompeta más seductora de la música.