Escrito por Lázaro Azar | Diario REFORMA (Ciudad de México)
BOGOTÁ.- De las condiciones exigidas por la UNESCO para integrar cualquier urbe a su red de Ciudades Creativas, la capital colombiana -inscrita bajo el rubro de Ciudad Musical- encauzó de manera notable un par de ellas del 27 al 30 de marzo pasado: las de “organizar festivales y otras manifestaciones a escala nacional e internacional” y la no menos sencilla en estas tierras, donde se creería que solo imperan el pasillo, la cumbia y el ballenato, de brindar “plataformas dedicadas a géneros musicales originales y/o al conocimiento de otros tipos de música”.De entrada, durante esta Semana Santa conjuntaron un atractivo elenco en el que figuraban agrupaciones como el Wiener Brahms Trio y los cuartetos Ysaye, Szymanowski y Aurin compartiendo créditos con nuestros pares más prestigiados, los cuartetos Latinoamericano, Bolívar y Manolov, violinistas del calibre de Augustin Dumay y Viktoria Mullova y armaron 56 programas en torno a Beethoven, de los que presencié una docena en que el piano fue protagonista, ya fuere en recital o como solista de alguna de las cuatro orquestas participantes.Así pues, tras un par de sonatas tocadas por Jean-Philippe Collard en el recital inaugural, la primera orquesta escuchada fue la Filarmónica de Bogotá que brindó “el Triple” y la Séptima Sinfonía dirigidos por Enrique Diemecke. Si bien ese concierto demanda un chelista de primer nivel y Xavier Phillips lo fue, sus contrapartes pecaron de discretos no así nuestro coterráneo, quien refrendó el por qué Berlioz se refería a esta sinfonía como “la apoteosis de la danza”.
La Rotterdam Sinfonía y la Filarmónica Nacional de Hungría fueron las orquestas visitantes. Dirigida por Conrad van Alphen, a la primera le escuché sendos programas acompañándole a John Lill un exquisito Tercer Concierto y a Stefan Vladar, el Emperador. De los dos, me quedo con Lill, gran beethoveniano y refinado artista. Concertados por János Kovács, a los húngaros les oí acompañar a la Mullova, quien sería una de las “figuras” más prominentes del festival, pero tocó con tal frialdad y displicencia que, al final del concierto, de lo que más hablaba la gente era de su vestido y sus altísimos tacones. Será una virtuosa pero esa noche ni convenció como artista ni, mucho menos, tuvo gran cosa que decir.De los recitales, el que padecí fue el de Andrei Korobeinikov: su Primera Sonata pasó sin pena ni gloria pero, en la Op. 111, fue penoso que distorsionara línea y fraseo de tan lento que abordó la Arietta al pretender ponerle “mucha crema a sus tacos”. Tiene “deditos” y cierta fantasía… ojalá madure.Qué diferencia con esa leyenda viviente que es Blanca Uribe. Si hay un pianista iberoamericano vivo a quien podamos nombrar a la par de Arrau, De Larrocha, Renard o Bolet, es a ella, la más grande pianista colombiana y a quien finalmente tuve el privilegio de oír en vivo. ¡Qué manera tan natural y conmovedora de hacer música y qué dominio estilístico el suyo! Para mí, ése fue “el momento” con que me quedo de este Primer Festival Internacional `de Música de Bogotá que resignificó los “días de guardar”, en “días para guardar”, atesorados, en la memoria.
Ahora bien, la sorpresa más grata del viaje ha sido escuchar a la Orquesta Sinfónica Nacional de Colombia, dirigida por Carlos Izcaray. Tras la admirable inmediatez con que respondió a la espontaneidad con que Boris Berezovski esculpía cada frase de su electrizante versión al Primer Concierto, brindó una Octava Sinfonía de tal vitalidad y frescura que ahora entiendo por qué se ha convertido en el consentido del público bogotano.Estoy seguro de que Izcaray dará mucho de qué hablar, no impulsado por una maquinaria mediática como la que sustenta a Dudamel sino por tener, precisamente, la madurez de que carece su afamado compatriota. Asentado ahora en Berlín, en México solo ha dirigido cuando participó en el Concurso Mata, donde “no le fue muy bien”.¡A qué jurados tan… visionarios! Ojalá y para cuando se animen a invitarlo a volver, no nos resulte impagable.