Vía: El País | Juan Ángel Vela del Campo SALZBURGO
Ver para creer. El sábado 23 de marzo pasará a la historia de la música por una doble circunstancia. Por una parte, la Staatskapelle de Dresde y Christian Thielemann inauguraban el Festival de Pascua de Salzburgo, el certamen creado por Herbert von Karajan en 1967 como plataforma operística internacional de la Filarmónica de Berlín, en un pulso lírico-teatral con la Filarmónica de Viena, reina y señora de la cita de verano de Salzburgo, puesta en marcha en años posteriores a la Primera Guerra Mundial con la intención de una normalización de la cultura musical centroeuropea después del desastre bélico. El reparto de poderes era claro: los vieneses en el verano, con Mozart de sumo sacerdote; los berlineses en Semana Santa, con Wagner de gran patriarca.
Christian Thielemann y Staatskapelle de DresdeEn los 46 años del Festival de Pascua, Karajan dirigió en 23 ocasiones, mientras Solti lo hizo en dos, Abbado en nueve y Rattle en 10. Quedan dos años de transición entre Karajan y Solti con Masur y Haitink empuñando la batuta. En mayo de 2011 saltó la noticia de la ruptura entre el festival y los berlineses, justo un mes después de que se hubiese anunciado la colaboración en tres temporadas del Festival de Pascua y la Filarmónica de Berlín con el Teatro Real. Para 2013 el título anunciado era precisamente Parsifal. Pues bien, el mismo 23 de marzo la Filarmónica de Berlín ponía en marcha una nueva etapa en Baden Baden con La flauta mágica, la ópera anunciada en el Real para sustituir al trío inicialmente previsto, y que tampoco verá la luz en Madrid con Rattle y los berlineses. Dos eventos internacionales en vez de uno, sí, pero si nos atenemos al dato de dónde estaban el pasado sábado los titulares de la crítica musical europea más prestigiosos, la goleada de Salzburgo sobre Baden Baden es abrumadora. ¿El peso de la historia? Sí, pero no solamente.
Thielemann se ha salido con la suya. Ha encontrado la orquesta de su vida con la Staatskapelle de Dresde, después de su paso por la Filarmónica de Múnich y por la Deutsche Oper Berlín. Es la orquesta de la tradición —sus orígenes se remontan a 1548—, la del sonido alemán, la que suministra el armazón básico a Bayreuth. Thielemann reivindica con ellos un abanico que se extiende de Bach a Henze pero que tiene su trilogía central en Wagner, Bruckner y Strauss —el año próximo en Salzburgo dirigirá Arabella, de este último—.El hambre y las ganas de comer. No se anduvieron con chiquitas. Para comenzar, Parsifal, de la que Thielemann fue asistente de Karajan en Salzburgo y que se representó en el Festival de Pascua en 1980 y 1981, además de ser el título elegido por Claudio Abbado para su despedida del certamen en 2002 con una puesta en escena de Peter Stein. El festival escénico sacro, que Wagner compuso para Parsifal, es uno de los rituales creativos más misteriosos y fascinantes de la ópera.
La realización musical del sábado en Salzburgo fue soberbia. Se respetó el silencio después del primer acto, como en Bayreuth, pero cuando el público rompió aguas antes de comenzar el tercer acto y empezó a aplaudir con libertad, el griterío de ovaciones que recibió Thielemann fue de los que ponen los pelos de punta, como si asistiésemos a un enloquecimiento colectivo. Era, pues, natural que la orquesta saliese a saludar después de los cantantes. Otro griterío. La Staatskapelle de Dresde salía de esta experiencia elevada a lo más alto. Se reconocía con justicia su calidad de siempre. Los cantantes —Johan Botha, Michaela Schuster, Stephen Milling, Wolfgang Koch— realizaron una interpretación compacta y entregada, pero el sábado era el día del director, la orquesta y los magníficos coros.
La producción escénica está compartida por la Staatsoper de Dresde, el Festival de Música de Pekín (en octubre) y el Teatro Real (las autoridades de Salzburgo dicen que se verá hacia 2016). La dirección de escena es de Michael Schulz y la escenografía del pintor alemán Alexander Polzin, que suministra las imágenes del programa de la próxima temporada del Real, colaboró en La página en blanco, de Pilar Jurado, y volverá a Madrid con La conquista de México, de Rihm, en otoño. Trata el equipo escénico de presentar un nuevo ritual para Parsifal, alejado del realismo a lo Wolfgang Wagner o de lecturas historicistas a lo Stefan Herheim en Bayreuth. Hay un juego de dualidades permanentes en el dibujo de los personajes y en el uso de geometrías y materiales, que van desde la racionalidad de los cilindros transparentes y de aluminio en el primer acto, al reflejo de esculturas en el poderoso segundo acto o al sugerente y enigmático espacio acanalado del tercero.
El simbolismo se hace presente continuamente y brillan dialécticamente los conflictos entre ingenuidad e inocencia, pecado y culpa, soledad y amparo en la colectividad, sexo y deber, redención y muerte, espacio y tiempo. Siempre desde el atractivo de la música. Quizás hay un exceso de ideas que lleva a la saturación y el rechazo. El mismo público que había enloquecido con los valores musicales propinó al equipo escénico una bronca sin piedad. Entre el público, muchos, muchísimos españoles. De Madrid, Barcelona, Bilbao, Canarias… La ópera sigue y no hay crisis que la pare.