¿Qué tienen o tuvieron en común James Brown, Chick Corea, Johnny Hallyday, Deep Purple, David Bowie, Miles Davis, Count Basie, Marvin Gaye, Aretha Franklin, Camarón de la Isla, Quincy Jones, Jamie Cullum, Dexter Gordon, Eric Clapton, Ella Fitzgerald, Iggy Pop, Gilberto Gil, Morcheeba y Lole y Manuel? ¿Qué cosa pudo amalgamar a tan dispar fauna y flora de estilos, éticas, géneros y personalidades?
Pues que en algún momento de sus vidas —algunos de ellos en varios, en numerosos e incluso en infinidad de momentos— actuaron en el Festival de Montreux.
Pero un caso especial es, no hay duda de eso, el de George Ivan Morrison, Van Morrison para los amigos (Belfast, 1945), según se entra, al fondo y a la derecha, allí, debajo de un eterno sombrero negro y escondido detrás de una armónica o un saxo alto o un piano o quién sabe, un ukelele, afincado para los restos en la vitrina imaginaria donde vivieron o viven sus existencias las leyendas y los mitos.
El Festival de Montreux, fundado en 1967 por el músico suizo Claude Nobs (fallecido de forma repentina el año pasado tras una caída mientras practicaba el esquí de fondo) sigue llamándose de manera oficial Montreux Jazz Festival, aunque de jazz tiene ya tirando a poco. Hace tiempo que se convirtió en un mastodonte de eso que irremisiblemente, y a falta de algo mejor que llevarnos a la boca, llamamos world music. Eso no es malo. De hecho, Montreux supo crear escuela hace ya muchos lustros y marcar el paso de los grandes festivales mundiales que se dicen de jazz —y lo son, aunque también lo son de otras muchas cosas—. Para entendernos: que lo mismo vale un Waltz for Debbyde Bill Evans que un chunchún discotequero de Shakira, por más que todas las estrellas que pasan por el fabuloso Auditorio Stravinsky pongan cara y gestos de músicos de jazz o, como poco, de blues, de soul o de folk.
Uno pierde un rato en Montreux revisando los carteles de las históricas primeras ediciones de los últimos 60 y primeros 70 aquí, a orillas del lago Leman en la hiperchic Riviera suiza y ve ahí, reunidos en un mismo elenco, a brontosaurios del jazz como Gerry Mulligan, Ray Charles, Charles Mingus, Miles Davis, Joe Pass, Art Farmer o Dexter Gordon, rodeados de sucesivas pléyades de segundones de lujo. Sí, es cierto, hoy siguen pasando por aquí criaturas celestiales del género, que si Chick Corea, que si Herbie Hancock, que si Dave Holland, que si Wayne Shorter o que si Jack Dejohnette… pero el jazz, que antes era principio y fin por estos lares, pasó hace tiempo a ser un ingrediente más del melting pot de Montreux o, como algunos lo llaman, el Rolls-Royce de los festivales musicales.
Pero volvamos a Van Morrison.
Para el viejo bardo de Cyprus Avenue volver a Montreux es un poco volver al hogar, una suerte de eterno retorno al lago Leman en el que se acumulan ya más de una docena de shows. Y allí estaba de nuevo en la noche del martes, saliendo por la puerta lateral del escenario del Auditorio Stravinski, a bordo de un traje negro de rayas, un sombrerete negro, unas gafas negras, un pañuelo anaranjado en el cuello y una armónica roja en los labios, atacando los compases de Back on the top tras haber dejado que, por espacio de 20 minutos, fuera su hija Shana Morrison la que abriera el fuego en escena.
Las entradas para ver de cerca a Dios costaban entre 90 y 270 francos suizos (entre 75 y 225 euros, aproximadamente). ¿Caras? Relativamente. Esto es Montreux, donde una cerveza no baja de los cinco euros en un quiosco de bebidas y donde por una camiseta nostálgica del festival te llevan 45. Pero aún fue peor lo de ayer: las entradas más baratas para el concierto de Stevie Wonder —un momento histórico para este festival: el autor de La vida secreta de las plantas nunca había viajado hasta aquí— costaban 185 francos suizos (unos 152 euros) y las más caras… 450 francos (alrededor de 370 euros).
Pero Van Morrison parece estar bajando lentamente el pistón de su incandescencia. No queremos decir que su concierto del martes en Montreux fuera deficiente, bien al contrario, ni siquiera tenue, ni algo tan horrible en el universo del live show como “correcto”. Nunca sabes lo que te vas a encontrar cuando vas a ver y a escuchar a este señor bajito, regordete y mal encarado, una de las pocas leyendas musicales de verdad en vida, el tipo que en 1968 parió el monumental Astral weeks, uno de los discos más místicos y geniales de la historia del rock, y que solo dos años después daba a sus seguidores el no menos abrumador Moondance. Pero es cierto que la posibilidad de sorpresas siempre está latente. Como aquella inolvidable noche del verano de 2003 en que, durante un concierto en la Plaza de la Trinidad de San Sebastián, dentro del Festival de Jazz, y cuando apenas había transcurrido un cuarto de hora de actuación y solo dos canciones, nuestro hombre se marchó de repente, fiuuuu, se eclipsó. La banda siguió tocando, sus miembros se miraban unos a otros, nadie entendía nada. Nada de nada. Revuelo entre el público. “¡Ya está, se ha cabreado por un flash o porque el sonido es malo”, dijo uno. “Me han dicho que está enfermo”, avanzó otro. De pronto, de no se sabe qué chistera mágica, Van the Man apareció por detrás de la batería, avanzó por la escena, agarró el micrófono y, sin mirar al público, siguió como si nada. Había ido a orinar. Los dioses también saben ser prosaicos.
El martes por la noche, en Montreux, Van Morrison regaló a sus incondicionales dos horas de música. De Música. La M va escrita así, en mayúscula, porque el término música ya suele sufrir demasiados vapuleos como para que, cuando la cosa es de verdad, no se subraye como conviene. Más que nada por distinguir la tontería prescindible de la excelencia añorada.
Apoyado por una banda excepcional (mención aparte para el teclista Paul Moran), el viejo fundador de Them recorrió las veredas del jazz, del soul, del rythm and blues, del rock y del folk, sin olvidar algún leve toque country. Get on with the show, Keep it simple, Real real gone y Satisfied fueron cayendo en la noche suiza, hasta un total de 18 temas, repaso urgente a una de las carreras más ricas de la música popular en el que no faltaron homenajes a Ray Charles y a… ¡Clint Eastwood! (“Oh… ya saben, Eastwood es… una especie de Moisés”, lanzó Van Morrison al auditorio). Los ecos de antiguos genios vocales de la mejor música negra también retumbaron el martes por la noche en Montreux: T-Bone Walker, Wilson Pickett, Marvin Gaye…
La banda de Van Morrison, siempre poderosa en los conciertos de este artista, que no negocia ni una micra con la calidad del directo, y con una sección de viento conmovedora en su despliegue (saxo tenor, saxo alto, trombón de varas, tuba, trompeta, clarinete, flauta, armónica) recibió sobre el escenario a un invitado sorpresa de alcurnia: el saxofonista Maceo Parker, que andaba por Montreux y, tras recibir la sugerencia de Van Morrison, aceptó el envite, apareció al cuarto o quinto tema y se quedó ahí hasta el final.
Solo un pero cabe poner a lo que ahora mismo, verano de 2014, es un espectáculo en directo de quien sin lugar a la más mínima duda ha sido uno de los músicos de mayor y más decisiva influencia en las generaciones posteriores: el momento de gloria —excesivo, como poco— que el autor de maravillas como Brown eyed girl concede a su hija Shana. Fruto del matrimonio de Van Morrison con su primera esposa, Janet Rigsbee, Shana posee una voz privilegiada, pero ocurre que no es tan privilegiada como la de su ilustre papá. El hecho de que un concierto en un lugar tan altamente simbólico como el Festival de Montreux llevara 20 minutos transcurridos, con la chica protagonizando el show acompañada por la banda de papá, y sin que papá se signara salir del camerino, tuvo bastante gracia, por así decir, aunque no tanta cuando las entradas van servidas a precio de caviar.
Apenas media docena de apariciones vestirán el verano 2014 de Morrison. Hoy mismo actuará en Stuttgart, y la semana que viene lo hará, primero, en el Festival de Jazz de Edimburgo… y después, durante dos días seguidos, en un melancólico resort para veraneantes con posibles frente al mar de Irlanda. En agosto recalará en Cambridge y en su Belfast natal. Parecen suficientes datos como para una deducción apresurada y seguro que aventurada: ¿Está saliendo Van Morrison de la escena? Sería una pena. Ya saben: como escribió el crítico Greil Marcus, ningún hombre blanco canta como Van Morrison”.
LOS ‘OCHOMILES’ DE UN MÚSICO ECLÉCTICO
DIEGO A. MANRIQUE
‘The story of Them featuring Van Morrison’
Aunque su cabecilla renegó de Them, se trataba de un grupo rocoso con versiones incendiarias y canciones propias y apasionadas como Gloria o Mystic eyes, no se les reconoció grandeza en su momento, por su supuesto origen paleto (Belfast no era el swingingLondon) y por su dificultad para comunicarse con la prensa o los fans, algo que Van convertiría en arte: el arte de dispararse en el pie. Them siguió funcionando tras la marcha de Morrison pero no alcanzó la intensidad de las grabaciones realizadas en 1964-1965.
‘Astral weeks’ (1968)
Su primer disco como solista ya incluía la gozosa Brown eyed girl o la dolorida T. B. sheets, pero Van insiste que Astral weeks es su punto de partida: muestra al artista en estado de gracia o de arrebato, arropado por unos músicos hipnotizados. En 2008, cuarenta años después, en contra de sus principios, Van cedió al marketing y lo tocó íntegramente en directo y luego editó el resultado en CD y DVD. Antes ya había probado a invocar a esa particular musa en discos como Saint Dominic’s preview (1972) o Common one (1980); la musa no se presentó.
‘Moondance’ (1970)
Enamorado de una chica tan hippy que se hace llamar Janet Planet, buscando la comunión con la naturaleza, Van se refugia en los alrededores de Woodstock. Luego, para evadir antiguos contratos, escapa a Cambridge (Massachusetts), ciudad universitaria con abundantes locales para el directo. Morrison tropieza con lo que sería su piedra filosofal: un rhythm and blues que rueda casi sin esfuerzo, tocado con metales y algunos ritmos jazzeados. Celebra la sensualidad y el prodigio de vivir. Un Van Morrison feliz, un Van Morrison insuperable.
‘It’s too late to stop now’ (1974)
Hay aficionados que optan por otro disco doble en directo, A night in San Francisco (1994), enriquecido por John Lee Hooker y otros invitados. It’s too late to stop now muestra a un artista iluminado que trata al público como cómplices en una ceremonia pagana, unido telepáticamente a su banda. Con el tiempo, perdería el respeto tanto por los espectadores como por sus músicos, maltratados de palabra y obra. Ya lo advirtió alguien: “Si encima fuera guapo y simpático, Morrison podría dominar el mundo”.
‘Into the music’ (1979)
Tras reconciliarse con sus raíces irlandesas (Veedon Fleece, 1974) y superar una sequía creativa, Van se inspira en los poderes terapéuticos de la música y en reconocer su cristianismo, una posición contraria al nebuloso panteísmo anterior y el misticismo de discos posteriores. En las últimas décadas, mantuvo una saludable productividad alternando homenajes (a Mose Allison ¡y a sí mismo!) y trabajos conceptuales con discos originales y problemáticos: no faltan las perlas sueltas pero carece de un control de calidad.