Vía: El País.com | Escrito por Daniel Verdú
El violinista Pinchas Zukerman reflexiona sobre sus orígenes en Israel, la educación musical y el conflicto de su país con Palestina
El vídeo de Youtube muestra a cinco jóvenes músicos interpretando el quinteto La trucha de Schubert. Como en un flashback de película de superhéroes en ciernes, en la secuencia de 1969, aparecen Zubin Mehta tocando el contrabajo, Daniel Barenboim al piano, Jacqueline du Pré al chelo y Itzhak Perlman y Pinchas Zukerman al violín y viola. Un grupo, auspiciado intelectualmente por Isaac Stern, que revolucionó la clásica en Nueva York y Londres con su descarado talento. “Simplemente interpretábamos música y nos llevábamos muy bien. Pero cuando estás en la veintena no piensas que haces algo importante. Solo sabíamos que había algo único en nuestras habilidades. Comíamos juntos, teníamos aventuras… pero el mundo en el que crecimos ha cambiado”, explica en el bar de un hotel de Londres Zukerman, el más joven de aquella pandilla, un prodigio del violín —también dirige y toca la viola— que estará en Madrid el próximo día 7 de mayo en el ciclo de La Filarmónica.
Aquella magia se rompió en mil pedazos con la enfermedad —una cruel esclérosis múltiple— y posterior muerte de Jacqueline du Pré, que precisamente dio su último concierto con Zukerman. “La conocí cuando llegó a Nueva York y quedé alucinado. Empezamos a tocar algunos tríos con Daniel [Barenboim], luego fuimos a Londres… Fueron diez años de una conexión alucinante. Cuando Jackie murió, bueno… cuando ya no pudo tocar más, aquello se acabó. Fue una gran influencia. Pero también un ancla en el grupo. Luego Daniel se fue a París y la cosa empezó a disolverse”
Ese extraordinario clan de músicos (todos judíos) empezó a recibir el apodo de la Kosher Nostra. Aunque el único que había nacido en Israel, el año de su fundación (1948), era Zukerman. De entonces recuerda una pequeña choza donde vivía con sus padres. Sus primeras lecciones de violín, las bodas y los bar mitzvah donde tocaba su padre y el descubrimiento más bien prosaico de la vocación como “una manera de ganarse la vida”. Tanto que a su brazo derecho, con el que logra toda la fuerza y emoción en el instrumento, todavía lo llama la cuenta bancaria. “¡Es el que te da de comer!”, le dice a sus alumnos.
Hijo de un violinista polaco que sobrevivió a Auschwitz porque a sus carceleros les gustaba escucharle, tiene una percepción distinta a la de su amigo Barenboim sobre algunos asuntos identitarios como el rechazo a Wagner. “Mire, las primeras notas de La valquiria \[las tararea\], correcta o incorrectamente, pueden infligir mucho dolor a mucha gente. Es un error no enseñar Wagner, él no hizo a Hitler. Pero hasta que su recuerdo siga provocando dolor a alguien de 82 años, yo no voy a hacerles sufrir. Interpretaré a Wagner fuera de Israel”.
Continuador de una saga de grandes violinistas judíos (Oistrakh, Heifetz…) tiene claro que esa enorme tradición reposa sobre una mera cuestión práctica. De tamaño. “En Polonia, en pequeñas ciudades, o en Budapest o Checoslovaquia, los judíos tenían que vivir entre muros, como un gueto, aunque no me gusta la palabra. Si no, los mataban. Así que era un entorno perfecto para estudiar la biblia, escribir y hacer música. El violín era fácil de transportar y adquirir. ¡Nunca hubieran vendido un piano a un judío! Todo surgió de una necesidad que se transformó en ADN. La música es una forma de sobrevivir. Un sonido agradable te hace sentir mejor. Así surge una tradición”.
Detesta pontificar sobre asuntos políticos. “No me gusta lo que pasa, pero tampoco tengo una posición de influencia. Puedo tocar, pero verbalmente no me voy a manifestar. No poseo esa influencia ni el derecho a ejercerla”.Sí la tiene con el violín. Y mucha. La Casa Blanca le invitó a la firma de los acuerdos de paz de 1979. Fue la primera vez que se sentó junto a un árabe. ¡Y que le estrechaba la mano! “Resultó muy emocionante. Nací en un país que buscaba su identidad. Mis padres llegaron para empezar una nueva vida e Israel no estaba preparada para aceptar a nadie. Correcto o incorrecto, no conocía nada más que aquello”. Aquel día descubrió que la esposa del presidente egipcio Anwar el Sadat le admiraba. Fijó incluso una fecha para tocar en su país. Alucinaba. Se le abrió la mente como cuando llegó por primera vez a Nueva York y aprendió a anudarse una corbata. Pero al cabo de un año asesinaron al El Sadat y todo se fue al garete. “Vivimos en un circulo de violencia. Somos animales matándose los unos a los otros. Y puede haber un punto de no retorno”.
Bromea con casi todo. Sonriendo también despacha lo que desprecia. Por ejemplo: las interpretaciones históricas. “¡Histéricas, querrá decir! Antes hablaba más sobre ello, ahora solo digo que son ¡una chorrada! Todo surgió porque las discográficas vieron un negocio”. Lo suyo es el futuro. Vive obsesionado con la tecnología y la evolución de la educación musical, su gran pasión (el próximo martes también impartirá por la mañana una masterclass abierta en la escuela Reina Sofía). Celibidache le enseñó un día que la mediocridad es un veneno contagioso. Y ve cambios generacionales inquietantes. “Hoy los niños tienen acceso total a la información. Pero se ha perdido capacidad de memorizar, desde los número de teléfono a las escalas en la música”. ¿Existe el talento natural? “Un buen profesor puede enseñarle a un perro a tocar. Puedes llevar al perro hasta el agua, es más complicado enseñarle a beber”
—Pero algo distingue a los grandes…
—Hombre, claro, Gina Lollobrigida es distinta de Brigitte Bardot, y Bardot de Sofia Loren… ¿Hola?