Escrito por Felipe Izcaray | A Norma, la consentida del sordo
I
Nunca imaginé que al aparecer allí lo primero que iba a sentir era frío, sobre todo si ya el sol se elevaba y derramaba su media mañana. De verdad que las historias que había escuchado sobre esta Caracas del pasado me parecían exageradas, pero ahora veo que lo de “pacheco” era verdad. Después del frío, vino el olor, el de recordar lo que pasaría muchos años después, cuando yo fuera niño y llevaran los caballos a Carora para las ferias patronales. Miré a mi alrededor y noté una gran plasta de bosta frente al congreso. De vaina no la pisé. Y por evitarla casi que me arrolla un enorme y ruidoso carro (¿será uno de esos “Packard” que tiene Caremis en su corototeca?).
Eduardo Izcaray-¡Epale, vale, ni que fueras José Gregorio! – me gritó un burlón chofer moreno con varios dientes de oro. De cajón que no me acordaba que había caballos y carros en convivencia en esta Caracas de leyenda.La vista era impresionante: muy pocas mujeres alrededor de la plaza Bolívar. Al fin y al cabo, ellas se acercarían solo en horas de la tarde, en horas de paseo, y muy enchaperonadas. Me pregunté porqué los pantalones de los hombres lucían más arrugados que de costumbre, y me respondí a mí mismo que no existía tal costumbre, y que el planchado permanente vendría décadas después. Otra sorpresa fué la cantidad de sombreros de pajilla. El símbolo de prestigio y elegancia descollaba en las cabezas de aquella radiante mañana caraqueña que me dió por visitar, ya no recuerdo cómo ni cuando.
Ardía en deseos de verlo, de buscarlo. Ya que me encontraba allí, era mejor hacer esa diligencia, porque la duración de este viaje no tenía horario, dependía de cosas que no dominaba, y aún no domino ni me explico.
¿Qué hacer? … decidí acercarme al sitio donde seguramente él iría durante el día: la “academia”. A ver, subir del congreso a la Casa amarilla (¡Bueno, de verdad era amarilla!), pasar el Cine Principal, subir a la esquina de la gótica Santa Capilla y doblar a la derecha, siempre tratando de no llamar la atención, sobre todo de los chácharos. ¿Qué le podría decir yo a un malencarado paisa de esos si me preguntaba algo? No creo que una cédula laminada No. 3 millones y pico me salvaría de por lo menos una visita de cortesía a “La Rotunda”, cuando la cédula No. 001 del General Medina aún no había sido expedida. Así que, tranquilito, hecho el pendejo, caminé hacia la “academia”, o sea la Escuela de Música y Declamación, siempre mirando como alelado a mi izquierda, sorprendido de lo angosta que era la Avenida Urdaneta que aún no era Urdaneta.
La escuela casi no había cambiado y lucía más limpia, pensé yo, antes de recordar que el sucio vendría después. “Permiso, señor”, dijo una voz detrás de mí, y un delgado y elegante joven caballero de negrísimo cabello, peinado hacia atrás, pasó a mi lado e ingresó al edificio. Las memorias del futuro me hicieron recordar a un rejuvenecido Pedro Antonio Rios Reyna, quien de inmediato saludó y entabló conversación con otro señor de engominada cabellera y anchos espejuelos, a quien el joven violinista llamó “Maestro Negretti” con su aún notable acento tachirense. Capté algo sobre un ensayo de la sinfónica, y que a un señor Aguirre se le había descompuesto la máquina de la tipografía y llegaría tarde. “A Sojo y a Martucci les vamos a tener que dar agua de valeriana de la rabia que van a agarrar”, dijo Ríos, y siguió su camino hacia los salones de la parte trasera.
A un señor con cara y modales de portero le expliqué con falso acento que era un funcionario extranjero haciendo un trabajo sobre la educación de las artes en Venezuela, y me dejó tranquilo, pero igual me dijo que tenía que hablar con el “Maestro Medina”, el director, pero que él llegaría en la tarde, ya que estaba arreglando un asunto en la tipografía sobre el programa del concierto de pasado mañana. El mismo portero tenía en su mesita un ejemplar de “El Universal”. Le pregunté si podía ver algo en la primera página, y, sin soltarlo, me la enseñó. “Es la prensa del Maestro Medina”, me dijo. Solo me fijé en la fecha: Viernes 22 de Julio de 1932. ¿Y como llegué yo aquí? ¿Tan intenso era mi deseo de conocer su época de esplendor que hice este viaje tan largo y arriesgado? Notaba que la actividad en la academia a esa hora era intensa, los pasillos estaban llenos de sonidos, escalas, frases repetidas, poesías declamadas y arias de ópera. El funcionario me dijo más tarde que habría un acto de fin de año escolar en la fecha patria del domingo, y que todo el mundo se estaba preparando para eso.
Cerca del mediodía, según indicaba un gran reloj de pared, los sonidos se fueron distanciando y apagando. Alumnos y profesores salían por la puerta principal, mientras que algunos músicos con sus instrumentos entraban por la misma puerta, o salían de los salones y se dirigían al auditorio central de la escuela. Sigilosamente subí al segundo piso, y me senté en una silla del balcón del pequeño auditorium. La cacofonía típica del preludio al ensayo de una orquesta revivió en crescendo los sonidos del edificio. A las 12 y 10 el concertino (el joven Pedro Antonio) comenzó el proceso de afinación de la orquesta, mientras un alto y erguido caballero de decorado bigote se quitó el saco de su traje de tres piezas, y lo colgó cuidadosamente en el respaldo de una silla que tenía al lado del podio.
-Caballeros, antes de comenzar el último ensayo del año, debo decirles que los directores de la escuela han decidido no renovarnos el permiso de ensayar en este auditorium. Tuvimos que hablar con Monseñor Rafael Lovera Castro, quien gentilmente nos cedió un espacio que existe en la rectoría de Santa Capilla, y allí haremos nuestros ensayos a partir de octubre. Por lo pronto, vamos a repasar la segunda sinfonía de Brahms que dirigió hace unos meses el maestro Martucci, para despedir el año académico … y la escuela … en buena lid. No nos desanimemos, que vendrán tiempos mejores.
Acto seguido, y venciendo las caras largas de sus músicos, el hombre de negra cabellera comenzó a dirigir la sinfonía. Recordé que mi misión no era escuchar el ensayo, y continué recorriendo la escuela. Hacia atrás, y de nuevo en la planta principal, comenzaron a apagarse los acordes de Brahms y surgió el cristalino sonido de un piano. Alguien practicaba en un salón de los patios traseros. En ese momento supe que eran él y Beethoven juntos, manos y música. El bien fraseado andante de alguna sonata me llenó de recuerdos aún por venir.
¡Dios mío, qué delgado, y con bigote! Medio asomado a la puerta del salón casi no podía ver su rostro, pero sí me llegaba la harmonía bien asentada, y el fino toque de dedos que para mí eran inconfundibles. Me sorprendía, sí, la seguridad y el aplomo con que su sonrisa apreciaba lo que sus manos hacían. El silencio de su interrupción retumbó en mis oídos. Cerró el piano y salió apresuradamente del salón. Seguí sus pasos, y cuando estuve lo suficientemente cerca le dije: – Es usted Eduardo? – lo cual le causó evidente asombro. Luego de detenerse me dijo: – A sus órdenes.
– Discúlpeme, joven, pero estoy observando el sistema de estudios musicales en este país, y algunas personas lo han recomendado para una entrevista. Me gustaría intercambiar algunas ideas con usted, si no le molesta.
– ¿Sí? ¿Y quien le habló de mí?
– Su profesor, el maestro Salvador Llamozas, y también el maestro Vicente Emilio Sojo, quienes le tienen en alta estima.
Constancia de estudios firmada por Salvador Llamozas– ¡Ah!, ¿sí?, ¡qué bueno! … lo que pasa es que el maestro Sojo es una cosa muy seria. Imagínese usted que el otro día, en el ensayo del orfeón … ¡porque usted sabe que yo estoy en el orfeón desde el primer día! … le regalamos entre todos un reloj de oro suizo con cadena y todo como regalo de cumpleaños, y nos echó tremendo regaño, que no lo íbamos a sobornar con “regalitos ni carantoñas”, así dijo, como si no le hubiera gustado. Pero después del ensayo se dejó ir para afuera, como quien no quiere la cosa. Pero Emma Stoppello, Teo capriles y yo lo seguimos calladitos, y lo escuchamos cuando le dijo al portero “mire usted, los muchachos del orfeón me regalaron este tronco e´reloj, bonito, ¿no?”. Ese maestro es algo serio, se hace el duro. A mí nunca me dice nada, pero en el primer concierto del orfeón me dió el solo del “abajo cadenas”, y yo creía que se lo iban a dar a William Werner … pero bueno, así es él.
En ese momento me dí cuenta de que ya le había “picado la lengua”, que me había adueñado de su verbo incansable. Mientras caminábamos le pregunté:
– ¿Podemos hablar en algún sitio?
– Si, señor, si quiere venga conmigo allí mismo al restaurant de Veroes. Yo iba a comerme algo para seguir practicando, porque pasado mañana toco el Andante Favorito de Beethoven en el concierto de fin de año. Ese Beethoven me tiene loco, el maestro Llamozas me dice que va bien, pero me falta refinar un fraseo casi al final. ¡Y dígame que al maestro Sojo no le gusta Beethoven! Dice que fué un gran hombre, pero que su música está llena de arpegios. Ese maestro si es envainao … Y usted, no me ha dicho como se llama.
– Felipe.
– ¡Ah! Ese es un gran nombre.
– ¿Porqué?
– Porque es el nombre de mi mamá.
– ¿Ah, sí? ¿se llama Felipa? ¡qué curioso!
– Bueno, aquí es curioso, pero en Lagunillas es muy común.
– Ah, entonces es zuliana, ¡con razón!
– No, chico – contestó luego de una sonora carcajada – Lagunillas de Salamanca, en España, en Castilla. Tú sabes que yo averigué, y el nombre Felipe es macedónico, y significa “amigo de los caballos”. – El condenado hombre ya era una enciclopedia viviente.
– Ah, entonces eres español.
– Sí.
– Pero no tienes acento.
– Lo que pasa es que yo nací en en Puebla, en México … ¡Y no te me achicopales! – dijo en perfecto acento de Tito Guizar – pero mis papás son de Salamanca – dijo, regresando al sonsonete caraqueño. Mi padre es de Béjar y mi madre de lagunillas, provincia de Salamanca, en la mera Castilla la Nueva.
Ya habíamos entrado al amplio pero obscuro restaurant. Distraídamente había metido las manos en mi bolsillo derecho, y descubrí que cargaba dinero, unos billetes que decían “Banco de Venezuela”. ¡Ah buen susto!
– ¡Ajá! Está platudo el hombre – dijo el locuaz pianista, y mientras buscábamos una mesa me preguntó:
– Y tú, Felipe, ¿de donde eres?
La pregunta me la había hecho yo mismo durante el trayecto hasta el restaurante. ¿De donde era yo en ese momento? La incertidumbre a esos niveles me producía dudas hasta de mi existencia. Solo atiné a decir, en tono grave:
– De muy lejos, Eduardo, de muy lejos … vamos a comer, que yo brindo.
– ¡Ajá!, generoso, como mi madre.
– Y como mi padre.
II
La comida estuvo deliciosa. Un “bisté encebollado” al mejor estilo del aún inexistente restaurant “Jaime Vivas” de mi futura juventud. Eduardo se comió unos spaghettis bologna acompañados de un enorme pan redondo que él llamó “fogacho”. Una de las cosas que tuve que controlar durante el toda la conversación fué el volumen de mi voz. Primero, porque esta era una Venezuela callada y resignada. No vaya a ser que un comentario hecho contra la suegra de un chiste o contra el pulpero de la esquina fuese confundido con algo dicho contra el General, contra Maracay o contra el olor de la bosta que soltaban los caballos de los chácharos. Y segundo, porque Eduardo aún tenía todo el don de oír. Tantos años acostumbrado a gritarle para que pudiese entender. El paludismo, la quinina y la otoesclerosis todavía eran inminencias futuras. Realmente me costaba hablar con Eduardo en voz baja.
Con el intacto poder de toda su audición, su locuacidad lo hacía más elegante, culto, agradable. Ahora sí sé porqué María Cristina y tantas otras se prendaron de este excéntrico musiú.
La conversación se extendió por más tiempo de lo que yo esperaba, y estuvo aderezada por varios cafecitos y, una vez vencido el protocolo, varias cervezas. Un instinto muy oculto le debe haber inspirado la confianza en este misterioso interlocutor que se le apareció de golpe con la urgencia secreta de averiguar porqué se truncaron rumbos y sueños en la vida de este artista. Contada por él, su vida me parecía aún más interesante que los capítulos narrados por mi madre, quizá porque esta versión era más reciente y no tenía la censura beatificante de la vieja.
– A mí me viene lo aventurero de mi papá, que lo que tiene de chiquito lo tiene de emprendedor. Figúrate que él era el único varón de la familia, y estaba estudiando en el seminario de Béjar, pero no aguantó el celibato y se fugó porque se enamoró de mi mamá, aunque dicen mis tías que ella lo raptó y se lo llevó lejos. Mis tías Isidora y Angelita no pueden ver a mamá por haberles llevado a su único hermano varón, además de que perdieron la indulgencia plenaria que les garantizaba la hermandad con un cura. Pero mi papá cura, noooooo…¡si así es quesqués!
-¿Porqué dices eso?
-Porque es muy parrandero … bueno, yo salí a él. En fin, los viejos se casaron y se fueron a México, y formaron un dúo actoral cómico llamado Les Mignones con el que viajaron por varias ciudades hasta que se instalaron en Puebla en 1905, porque mi mamá estaba en estado de su flamante primogénito Eduardo, je, je… después como que se asentaron, y formaron una compañía de teatro un poco más seria con una señora Sara García, que ahora sale en películas. En 1915 nos enviaron a mí y a mis dos hermanos a vivir en España, porque en México había mucho zaperoco con las condenadas revoluciones. Resulta que vivíamos con mis abuelos maternos en Lagunillas, y llegó la gripe, pero no un catarro, sino la gripe española, que mató un gentío. Recuerdo un pobre doctor, delgadito él, ya ni me acuerdo de su nombre. Yo le tengo un respeto muy grande a los médicos desde que conocí a ese hombre. Ese médico que no dormía, que sacaba insospechadas fuerzas de su débil cuerpo, que vivía en constante e inminente peligro de contagio … me pareció la estampa rediviva del quijote.
Sorprendido por la poesía en prosa que salía de los labios de este desconocido Eduardo, que no era el “sordo” de las mofas disfrazadas de cariño de mi posterior niñez, solo atiné a decir:
-¿Y tú te has leído el Quijote?
-¡Pues claro! Te puedo recitar capítulos enteros, y me he leído todo lo que he podido de Cervantes, del Arcipreste de Hita, de Juan del Encina y de todos los autores españoles del pasado y del presente. A los Izcaray nos gusta leer y escribir, aunque a mis hermanos les gusta más la pelota. Mi primo Jesús, el hijo natural de mi tía Isidora, es escritor allá en España, lo único malo es que es comunista, y anda detrás de una tal pasionaria. Yo no pasé de sexto grado, pero sé mucho más que muchos “dotores” que andan por ahí. Yo leo mucho. El maestro Sojo se fijó en eso y a veces me presta o regala libros, sobre todo de poesía.
– Te gusta la poesía, ¿no?
– Sí, mucho, sobre todo Góngora y Rubén Darío, pero lo mío es la novela francesa, es que esos franceses son tan picarescos y refinados, y echan tan bien un cuento que provoca leerlos mil veces. Para mí Víctor Hugo, Alejandro Dumas y Gustavo Flaubert son la santísima trinidad de una buena historia. O mejor los tres mosqueteros, porque tienen su D’Artagnan, que es Guy de Maupassant.
Mentalmente traté de repasar mis clases de literatura universal con el profesor “Pomponio” en el Liceo de Carora, clases muy amenas cuando no eran interrumpidas por un violento ataque de epilepsia de los que hacían pelar los dientes al querido profesor, y hacerse pipí del susto a algunas de mis compañeras.
-Pero Maupassant era más bien cuentista
-Pues bueno, por eso mismo digo que es el otro mosquetero, porque sus cuentos son como la estocada corta pero certera. Dígame ese cuento, Bola de Grasa, ¡qué ingenio! Ahora, lo que es en este siglo, nadie le gana a Romain Rolland y su Juan Cristóbal. Esa si que es una novela monumental. Desde los grandes del siglo dieciocho no se escribía en esas dimensiones. Ayer precisamente le mencionaba en La Cueva del Guácharo ese libro a un muchacho larense, amigo mío, de por allá de Carora. Antonio Crespo Meléndez se llama él. A veces discutimos mucho de política, porque él es medio bolchevique como el maestro Sojo, pero cuando hablamos de arte, somos los mejores amigos. Le contaba lo de Rolland, y él ni había oído hablar de esa novela. Se la presté ayer, y se la debe haber devorado, porque lee rapidísimo.
Me hice la promesa de leer el dichoso cuento de Maupassant y la novela de Rolland cuando regresara … ¿cuando regresara de dónde y a dónde? Eduardo me apabullaba con tanto conocimiento. Casi que le pregunto porqué más tarde cambió a Góngora, Shakespeare, Cervantes, Maupassant, Juan Ramón Jiménez, Rolland y Pío Baroja por los interminables disparos y las piernas con ligueros de Marcial Lafuente Estefanía y su lejano oeste de libritos desechables. Una leve sonrisa de Eduardo casi me convence de que conocía mis pensamientos. Súbito, el pianista cambió de tema.
– Pero lo mío es la música, ¡Ay, la música! Ahí si es verdad que me dieron en la madre, como dirían los poblanos de mi niñez. De chiquito ya me gustaba cantar y tocar piano. Cuando andábamos con la compañía de teatro de mi papá por todos esos lares yo era el director musical.
– Ah, pero siguieron con el teatro.
– Por supuesto, si teníamos una compañía de Teatro itinerante, mis padres, mis hermanos Moisés y Armando y yo, y a veces contratábamos actrices jóvenes para los papeles femeninos. En Barranquilla teníamos unas bien bellas, sobre todo Trinidad, una antioqueña más linda, con un trasero precioso, redondito. Armando y Moisés le decían “la culo de oro”, pero esa mina de oro la exploré yo solito…¡ja, ja!
Las picarescas carcajadas animaron la oscuridad del restaurante. En ese momento admiré la belleza de mi madre joven, y me imaginé lo atractiva, seductora e interesante que debe haber sido para apaciguar y encadenar a esta tormenta arrolladora que era Eduardo.
– Cuando los viejos pudieron por fin salir de México, se vinieron a Cumaná, y nos mandaron a buscar. Allá llegamos nosotros, y a mis hermanos les encantó el béisbol. A mí me fascinaron los poetas de por esos lados, Salmerón y Andrés Eloy. De ahí seguimos con la viajadera por Colombia, Ecuador, Panamá, y pare usted de contar. Y mi mamá, que aunque casi no lee ni escribe, es una gran emprendedora. Cuando nació mi hermana Aída en San Fernando de Apure, la Felipa dijo “lo que es esta zagala va a ser la atracción de nuestra función”, y dicho y hecho: a los pocos años ya Aída era “la bailarina de charleston más joven del mundo”. En Colombia la adoraban, y en Mérida unos señores muy elegantes le pedían a mi papá que se las regalara, para criarla allá. Ni que fuera una muñeca de trapo. Lo que pasa es que a los artistas nos consideran gitanos, bohemios sin profesión verdadera. Por eso a mí no me gusta hablar de esa época del teatro, porque ahí mismo me catalogan de bohemio, de gitano. Menos mal que la cosa se paró en seco cuando a Aida le dió el Tifus en Colombia, y se la tuvieron que traer en una hamaca, embutida en seis cobijas, pasando el páramo a pié y en mula, como Simón Bolívar. Eso hizo que nos instaláramos en Caracas, y mi papá montara el negocio.
– Esa Cueva del Guácharo que mencionaste, me imagino que es el negocio, ¿no?
– Sí, claro. Es una tabaquería, y la atendemos entre todos. Papá la nombró así por la cueva esa cerca de Cumaná. A mí me frustra un poco estar ahí horas y horas cuando me toca, atendiendo clientes. A veces me pongo a ver mis partituras o a leer medio escondido. Papá ahora dice que se va a poner a vender seguros, porque dizque eso y que va a ser el negocio del futuro. A mí me dá miedo, porque papá, chiquito y todo, tiene un gran corazón y cree en todo el mundo. La desconfianza de mi mamá es tan grande como ella misma, pero ni ella con su carácter tan fuerte ha podido convencer a papá de que no se arriesgue a eso de vender seguros, porque tendría que viajar mucho otra vez. El viejo dice que yo lo tengo que acompañar, y dejar la música, y eso me tiene muy preocupado.
– ¿Y tú qué dices? ¿No puedes tomar tus propias decisiones?
– ¡Noooo!, tendría que desobedecer a mis padres, y eso, ni pensarlo. Lo que pasa es que ellos no entienden. Papá cree que ya el tiempo de la música pasó, porque como yo ganaba mis centavitos tocando en los cines con Aguirre, Rios Reyna y Mario García cuando las películas eran mudas, y ahora con el cine sonoro se acabó ese “cañón”, eso de estudiar horas y horas para tocar en un concierto y que nadie le pague nada a uno, no lo convence. A los músicos siempre nos cae frutero.
– ¿Y la ab… perdón, y Doña Felipa, ¿qué dice?
– Fili, así le dicen todos, Doña Fili… Mi mamá, bueno, ella también, siempre me está diciendo que ¡Hala!, que hasta cuando la música, que me busque un trabajo para que contribuya a la paella.
– ¿La paella?
– Sí, es un decir, significa contribuír al presupuesto familiar. Por cierto que lo de las paellas es una especialidad de mi madre, pero es muy estricta con eso. Imagínate que el otro día me dijo que invitara a unos amigos a comer paella a la casa. Vinieron Mario García, Carlucho Figueredo, el tipógrafo Aguirre y William Werner, pero cuando llegaron todavía no estaba lista la paella. Mi mamá nos dijo que nos fuéramos por media hora a tomar algo en el botiquín, porque no quería moros en la costa mientras cocinaba. Nos echamos unos tragos y regresamos, y no te imaginas la pena que pasé con mis cuates: mamá había botado la paella a la basura, me echó un inmenso regaño, y dijo que ella lo había advertido, ¡Media hora!, y que habíamos tardado más de una hora. “La paella no se come recalentada”, nos dijo, dió un portazo, se encerró y nos dejó muertos de hambre, medio paloteados, y regañados. Así que regresamos al botiquín a agarrar una pea bien llorona. ¡Guá, tan sabrosa que se veía esa paella!
– Fregada, la doña Fili, ¿no?
– Mucho, pero es una gran mujer, y nos ha sacado a todos de los malos momentos con su mano de hierro y su cariño.
Ante esa demostración de amor filial cercano a la absoluta dependencia emocional, pude comprender a Eduardo mejor que nunca. Un hombre inteligente, ambicioso, dinámico, simpático, exhibía casi al desnudo esa sumisión que explicaba dolorosas decisiones posteriores; así que decidí cambiar de tema.
– Y que hay de la vida sentimental, ¿no tienes novia?
– No, nada de eso por el momento. Bueno, sí he estado perdidamente enamorado de Emma Stoppello la pianista, la chiquita del orfeón, tan bella y refinada la chamaca. Lo que pasa es que uno como que es castigado por las aventuras, debe ser mi patrona la Virgen de la Macarena que me castiga. Figúrate que hasta le copié un cuaderno a mano con varias de las canciones del Orfeón Lamas, cada voz con un color distinto, con arabescos y adornos, y le regalé el condenado cuaderno, empastado en cuero. Pues como no me hizo caso, sino que se enamoró del otro tipo, me puse bravo, y fuí a su casa mientras no estaba ella, y le dije un embuste a la mamá, y me traje mi cuaderno. Para algo servirá en el futuro. A la mejor fundo un orfeón por ahí.
Mi carne de gallina me hizo recordar: treinta y un años más tarde, en el Club Torres de Carora, y luego de varias “media jarras”, Eduardo convencería al aún temeroso Juan Martínez para que emprendiera la quijotesca saga de la cultura en áridas tierras larenses, con el argumento de que el talento musical de los caroreños ameritaba que se organizara un coro en la ciudad, y que él le iba a dar un libro de madrigales corales que copió hace años para una mujer hermosa que no le hizo caso. Ese inesperado obsequio empastado, con las canciones corales de Sojo, Plaza y otros, fué el génesis de un movimiento cultural que perdura y persiste.
– Eduardo, dime, ¿cuales son tus planes?
– ¿Cómo que mis planes?
– Bueno, tus metas en la vida, tus anhelos. Eres muy talentoso para la música. ¿Quisieras ser pianista de profesión?
– La verdad, verdad es que todavía no sé. Me imagino que algún día me casaré y asentaré cabeza, tendré un hijo y lo llamaré Eduardo como yo, pero todavía no me atrevo a enseriarme con alguna de las chamacas. Que los santos me iluminen, aunque no soy muy religioso.
– ¿Eres ateo?
– ¡Que Dios y la Virgen de la Macarena me salven! Esos son los comunistas los que no creen en Dios. Yo en quien no creo es en los curas y las monjas, porque se creen dueños del mundo, dando una misa en latín de espaldas a su gente, para que nadie los entienda. Yo fuí monaguillo en España, y me hacían aprender las oraciones en latín, pero nunca supe el significado. A esos curas y monjas deberían hacerlos casar, para que no sean tan amargados. Siempre he opinado que Dios es más que eso, que los curas, monjas, misas, rosarios, trisagios, novenarios, indulgencias, … ¡De bola, diría San Ignacio … el de Loyola! , Ja, ja…
– ¡Ah! ¿te gustan los jesuítas?
– No mucho, pero tienen un gran equipo de fútbol en su colegio. También sé que ofrecen una buena educación, y obligan a leer a los muchachos. No todo el mundo es como yo, que aunque no pasé de cuarto grado me muero por un buen libro.
– Bueno, regresemos a tus planes.
– Ah, claro, pues como te dije, me falta cordura porque soy medio loco, pero me gustaría asentarme en un sitio donde pudiese ser útil a la comunidad, que si vendo algo sea algo que traiga beneficio real a quien lo compre, que si soy músico tenga quien me oiga, que si soy escritor tenga quien me lea. Detesto el ser anónimo.
– ¿También escribes?
– Bueno, no es que sea un escritor de oficio, pero de tanto leer a los grandes poetas, me gusta rayar papel de vez en cuando. La semana pasada escribí un soneto, y creo que no está mal para un músico itinerante.
– ¿Puedo leerlo algún día? – si es que estoy aquí, pensé al recordar que esta era una cita muy sui géneris, sin tiempo, espacio o lógica.
– Sí, claro, pero ya me lo sé de memoria, porque tú sabes que yo tengo muy buena memoria, según el maestro Llamozas. Este soneto se lo dediqué a los prisápidos, que es como yo llamo a los que siempre andan apurados. En la clase de declamación gustó mucho, sobre todo a las muchachas.
– Bueno, recítalo, pues.
– Aquí voy…
Acto seguido se puso de pié, puso sus manos en el pecho, y con una gran sonrisa de satisfacción virtió sus versos en el casi vacío establecimiento:
Quien espera desespera
nunca a esperar me convides
no ganas si el tiempo mides
vive de alguna manera
aunque otra cosa prefiera,
que me corrija me pides
útil será que no olvides
que el tiempo sólo es quimera
Yo de mi edad hago alarde,
y al no vivir tan de prisa
no lo supongo ya tarde
He llegado a la premisa
si el corazón vive y arde
>no perderé la sonrisa
– ¿Qué diría Eduardo si supiera que ese mismo poema lo cargo yo en mi cartera todo el tiempo, en un papelito arrugado que por detrás tiene otro poema dedicado a su madre? La deliciosa incongruencia de este paradójico encuentro me llenaba de una incontenible euforia que casi me delata. Eduardo mismo me interrumpió.
– ¿Te gustó mi poema? Está padre, como diríamos los mexicanos, ¿no?
– Sí, me gustó mucho, y me puso a pensar.
– ¿En qué?
– En la idea de llevar la vida con prisa, y no hacer mucho por estar apurado.
– Precisamente, eso es lo que quiero decir. A mí me llena de temor el llegar a viejo y no estar satisfecho de mi misma vida, como el poema de Góngora.
– Bueno, ya veo que seguimos con la poesía. ¿Cual poema de Góngora?
– Uno que nos leyó el maetro Sojo el otro día,porque tú sabes que Sojo admira mucho a Góngora. La vaina dice:
Aprended flores de mí
lo que va de ayer a hoy
que ayer maravilla fuí
y hoy sombra de mí no soy
– Yo no quiero ser una flor marchita, y acordarme como un pendejo de las vainas buenas que hice cuando joven, que todo tiempo pasado fué mejor, y toda esa guarandinga. Yo quiero llegar a viejo orgulloso de mi vida, y seguir siendo esa maravilla de Góngora, y no la sombra de mí de Góngora. Será muy ambicioso, pero hay que ser arrecho en esta vida, y mantener una línea ascendente, de conducta y de logros.
– ¿Quisieras ser millonario?
– Bueno, eso ayuda, pero no me importa un comino la plata. Lo único bueno del dinero es lo sabroso que es gastarlo, darte gustos y darle gustos a los tuyos. Eso de la vida eterna no me convence mucho todavía. Quizá tengo un poco el espíritu del Fausto de Goethe, a quien le importó un carajo el tormento eterno con tal de conseguir en esta vida lo que quería. Dígame, ¿y si después de vivir una vida llena de sacrificios uno llega a la otra vida y le espera un campo celestial y hay que echar escardilla para sembrar rábanos por toda una eternidad? Como diría una vieja tía ¡Ah chasco! No, mi amigo, la vida es hoy, y hay que exprimirla. Por eso quiero hacer muchas cosas, y por eso siempre estoy en movimiento. He sido cantante, pianista, masajista, actor, soldado del ejército panameño, boxeador, reportero, y pare usted de contar. Mis manos las he usado para tocar sonatas y fox-trots, para curar la más cruenta tortícolis, para escribir poemas de amor y de dolor, o para elevar la temperatura de la piel deseada. Mis hermanos a veces me ven como un bicho raro, y hasta recelan de mí, pero me respetan, porque saben que así como hago un montón de cosas que ellos consideran extrañas, siempre estoy con ellos para lo que sea.
– ¿Te consideras raro, o exótico?
– No, me considero ambicioso y buscador. Siempre estoy como explorando nuevas cosas. La música es mi pasión, pero me atrae la pintura y la literatura, me encanta el cine. Hay tantas cosas que quisiera ser: quisiera ser pianista, director de orquesta, quisiera ser médico pediatra para que los niños no mueran desatendidos, quisiera ser cantante popular y componer mis propias canciones y poemas y que no se olviden, como los de María Grever, quisiera ser periodista, quisiera criar hijos y nietos, quisiera ser director de orquesta como el maestro Sojo. En fin, tantas cosas, y a veces me parece que la vida no es suficiente para tantas ambiciones. A la mejor exagero, pero de que voy a hacer una vaina seria, lo voy a ser.
Fué en ese preciso instante cuando la tristeza me invadió. ¡Tantos sueños y anhelos truncados! ¿Como iba a saber Eduardo que muchos de sus sueños se convertirían en pesadillas, y que su vida entraría en una bóveda blindada, separada del mundo exterior por un muro de sordera, que la música sería para él un leve consuelo de sonidos lejanos, reducida a entretenimiento de vacuos festejos pueblerinos? ¿Qué podía decirle yo en ese momento de euforia? ¿Cómo podría yo advertirle que esa cerveza que degustaba con placer era un temprano peldaño de su descenso? ¡Qué impotencia sentí al no poder salvar su futuro! De pronto me dí cuenta de mis lágrimas, y de que ya Eduardo las había notado.
– ¿Qué me le pasa, amigo?
– Nada, solo algunos recuerdos tristes.
– Pero deben ser bien tristes, porque cambiaste el semblante de repente cuando yo estaba hablando tanta loquera.
– No, no son loqueras. Nunca dejes que te digan loco, ni que se burlen de tí, ni que te pongan apodos.
– ¿Qué tipo de apodos?
– Bueno, no sé, el loco, el chueco, el mocho, el chingo, el sordo, el tuerto…
– Pero para ser honrado con uno de esos apodos tendría que ser loco, chueco, mocho, chingo o tuerto.
– O sordo.
– Bueno, todavía no.
Ante mi expresión de sorpresa, Eduardo se limitó a sonreír de una manera apacible que nunca antes había mostrado en años futuros. A medida que trataba de descifrar su expresión benevolente, comencé a sentir un sopor y una pesadez que limitaban mis movimientos. Traté de incorporarme, pero no pude moverme; sentía que comenzaba a ausentarme. La escena se tornó confusa y brumosa. Con gran esfuerzo fijé mi mirada en Eduardo, y noté que había cambiado. Todo en él era más viejo. Envejecía aceleradamente, pero en vez de verse acabado, derrotado, débil, se veía sereno, y su sonrisa permanecía inmutable. Fué en mis últimos segundos en el restaurant de Veroes, antes de regresar a mi angustiado presente, cuando alcancé a oír su voz:
– Felipe, mi Felipón, no te angusties tanto. Yo triunfé, yo fuí el gran vencedor, después de todo…
Debió notar mi expresión de sorpresa, porque alzó su mano y me tocó en el hombro, se acercó a mí y me dió un beso antes de decir, con una dulzura que todavía me dá calor por las noches:
– ¿Tu no ves que los tuve a ustedes? ¡Ustedes, mis hijos, continuaron mi existencia, y le dieron música a mi vida!
Mérida, Noviembre de 1999.