Por Pola Suárez Urtubey | LA NACION
Hace 180 años, en 1833, llegaban al mundo dos seres llamados a ocupar un lugar en la historia de la música de los tiempos futuros. Uno fue Johannes Brahms, que nació en Hamburgo el 7 de mayo, y no hizo otra cosa, hasta su muerte en 1897, que llevar hasta el fondo la experiencia de crear música, la de amar y soñar con el único sentido que dio a su vida.
Lejos del estuario del Elba, más allá del Báltico, le tocaba el turno para arribar en San Petersburgo, el 12 de noviembre, a Alexander Borodin, que murió en 1887. Pero en su caso su personalidad se vio escindida entre la creación sonora y la investigación científica, terreno en el que brilló como un diamante. Se dedicó por tanto, profesionalmente, a la química, reconocido por todas las posteriores generaciones europeas. Pero Borodin cultivó siempre con gran amor la música, aunque sólo como “creador dominguero”, según su conocida expresión. El conocimiento con Mussorgsky fue para él decisivo. Comprendió que todo estaba dado en ese momento, en San Petersburgo, la ciudad más bella, culta y artística del país, para llevar a cabo una gran empresa conjunta en pro del arte sonoro.
En adelante, era preciso poner en juego todo su oficio e imaginación para cimentar una escuela musical rusa, siguiendo la reforma propiciada por Balakirev, pero también advirtió que para crear una auténtica música nacional era imprescindible profundizar en el conocimiento de la etnofonía de su pueblo. Y lo hizo, naturalmente, con mentalidad científica, que lo condujo a estudiar, con rigor de etnomusicólogo, el folklore de la Rusia oriental, para traducir posteriormente sus elementos constitutivos.
De entre una importante cantidad de obras, aquélla que mejor lo define es E l principe Igor , que descubre a su autor como un espíritu esencialmente épico, que traduce con escenas de impresionante colorido, masivas, enormes, con personajes de dimensiones homéricas. Ese imponente carácter épico, que no impide el remanso de muy bellos pasajes líricos, aparece en todo instante mostrando tanto la capacidad científica como artística de su realizador.
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Pero, desde luego, Brahms supera toda comparación con su colega ruso. Cuando en 1947, en el cincuentenario de su muerte, Schönberg daba a conocer su ensayo sobre “Brahms, el progresivo”, iniciaba la revisión histórica en torno de este compositor, que de ser considerado el académico, el clásico de la segunda mitad del siglo XIX, pasó a ocupar, gracias a Schönberg, el puesto de un gran innovador en el terreno de la armonía, pero sobre todo en el de la construcción musical mediante la asimetría y la desigualdad de los elementos estructurales de sus obras. Lejos de ser un formalista retrógrado, surgieron razones de peso para asegurar que su actitud fue de superación del informalismo romántico wagneriano. Algo así como que Brahms, “ya estaba de vuelta”.
La afirmación viene por su convicción en torno del pensamiento de Herbart, cuya filosofía y estética se fundamentan en que el arte es forma y no más expresión y que su valor consiste en las relaciones formales presentes en el interior de la obra, una convicción que Brahms materializa con su creación. Luego viene lo demás: la nobleza y la ternura de una música sin tiempo..