El reconocido periodista nos cuenta cómo es estar casado con una de las violistas de la Orquesta Filarmónica de Bogotá.
Me enamoré de Ligeia Ospina antes de que entrara a tocar la viola en la Orquesta Filarmónica de Bogotá, pero siento que la parte de mi vida que he estado con Ligeia, ella ha sido una «ella» de la Filarmónica. Los viernes y los sábados no es mía: le pertenece al Programa, que es algo que ensaya toda la semana con directores flacos o mexicanos o talentosos o histéricos o sudorosos o psicorrígidos o histriónicos o reservados o petisos o gringos o feos o didácticos o maniáticos o políglotas. Mi Ligeia se ve con el Programa en el León de Greiff (a menos que se crucen por ahí unos encapuchados que creen poder arreglar el país con papas bomba), en la Jorge Tadeo Lozano, en el Jorge Eliécer Gaitán o en parques de Bogotá que están para mí tan lejanos como China o Rusia… Bueno, también se ha visto con el Programa en China y en Rusia.
Los viernes en la noche me quedo con nuestros hijos, Gustavo y Francisco, y los sábados, en cambio, también. Así que a la Filarmónica tengo que agradecerle haberme salvado del kit «Viernes de juerga con guayabo sabatino», pero debo reclamarle que, dado que ha hecho del sábado un día de trabajo para Ligeia, me haya privado de docenas de paseos a finca. No tengo finca, pero tengo esposa (y no tengo mayordomo con seis hijos… ¡aleluya!). Me costó, pero entendí que los músicos trabajan cuando la gente se divierte, y que precisamente su oficio es entretener a esas personas en el tiempo libre de mi familia.
Ser esposo de una violista es trágico en el escenario de las fiestas, sobre todo si hay una viola cerca o llega mi mujer, directo del concierto, cargando su instrumento. Todos quieren que toque y ella nunca lo hace. Jamás. Y no encuentro cómo hacerles entender que la viola tiene un repertorio, digamos, «discreto». Les explico a los amigos, y a los amigos de los amigos, que, si estuviéramos en Compre la orquesta, mi mujer sería como el Bonsái o el Papasalá, que nunca llevaban la melodía. Pacheco les explica mejor.
De hecho, aparte de una versión corta de la música de Cupido motorizado (para un documental sobre las extintas salas de cine de Chapinero que hizo nuestro amigo Mauricio Silva) y una tonada infantil para mis hijos, nunca he oído de mi mujer y su instrumento nada diferente a «baa, mmm, fuuuu, naaa, deee… baa, mmm, fuuuu, naaaa, deee… baa, mmm, fuuuu, naaaa, deee…». Ella dice que son escalas; sostengo que son sólo incesantes «baa, mmm, fuuuu, naaaa, deee».
Nuestra relación atravesó por un momento difícil hace un tiempo. Para ser más precisos cuando, luego de años de regalarle cuerdas, pez (una especie de piedra lumbre para el arco que produce caspa), metrónomos y sordinas, me dijo: «Quiero carteras y zapatos y todas esas cosas con que sueñan las otras mujeres que no tocan viola. ¿Entendido?». He cumplido desde entonces sus deseos y hemos sido muy felices. Incluso ya me perdonó que hace dos años le hubiera regalado un fino estuche color sorbete de mora, marca Tonareli. Es muy comprensiva.
En Bogotá hay gente que es de Millos y otros son santafereños (entiendo que se presume la existencia de hinchas de La Equidad, pero la ciencia no lo ha demostrado aún), y lo son con inusitado fervor. Yo soy filarmónico. La Orquesta es parte de mi vida y es la vida de la mujer que es mi vida (acepto que me sería difícil, por ejemplo, acostumbrarme a ser sinfónico o tener las noches del viernes libres para «azotar baldosa»).
La Orquesta no es perfecta… ninguna mujer lo es, y la Filarmónica es una mujer sensual y atractiva; una mujer de dulce voz y gráciles movimientos. La única a la que mi esposa no le tiene celos, y a la única que puedo amar con la plena seguridad de que no me va a sumar una suegra. Mujer, aclaro, que, como todas, uno no acaba de entender… ¡y eso que incluye partitura para saberla ejecutar!