Vía: www.diariodecultura.com.ar/ Fuente: La Nación.
El músico fue a Carlos Casares, en la provincia de Buenos Aires, para visitar la tierra natal de su madre; la búsqueda del pasado personal se convirtió en el descubrimiento de la épica de los colonos judíos
Varias horas después, a media tarde, encontraría una definición, exacta en su misma imprecisión, de lo que se le había pasado por la cabeza desde el mediodía. “Estoy emocionado, pero también confundido.” Para casi todos, la visita de Daniel Barenboim a la Argentina será recordada por la sucesión de conciertos en el Teatro Colón, pero es muy probable que para él lo más memorable transcurriera esta vez lejos del escenario y lejos también de la ciudad de Buenos Aires.
El viernes, pasado el mediodía, el avión Beechcraft que llevaba a Barenboim a Carlos Casares aterrizó en una pista de césped. Estaban con el maestro Elena Bashkirova, su mujer; Tabaré Perlas, su mano derecha, y el empresario Hugo Sigman. Hacía tiempo que Barenboim quería volver al lugar en el que había nacido su madre, Aída Schuster, un campo en Santo Tomás, también en Carlos Casares, en el que había estado por última vez cuando tenía siete u ocho años. En ese campo, Barenboim jugaba al fútbol. “El año pasado quise venir y no tuve tiempo. Me prometí que tenía que ser, sí o sí, este año.”
Pero al principio de su autobiografía Mi vida en la música, de 2002, Barenboim no mencionaba esa localidad y anotó sobre sus abuelos maternos: “Pasaron su vida adulta en las provincias argentinas, donde nacieron y fueron educados sus hijos”. La historia de los abuelos maternos es en sí misma novelesca: la abuela tenía catorce años y el abuelo dieciséis. Se conocieron en el barco y, para que pudieran entrar al país, los casó el capitán. Después, al llegar, cada uno siguió su camino y volvieron a encontrarse, casi de casualidad, dos años después. Se enamoraron ya casados.
Sin embargo, Carlos Casares le reservaba a Barenboim otras sorpresas. En la combi que lo llevó de la pista a visitar el primer cementerio judío de la zona, Teresa Acedo, directora de Patrimonio, Museos y Turismo de la Municipalidad, le hizo un relato pormenorizado de los primeros colonos -punteado por los datos que aportaba un primo segundo- sobre los judíos que llegaron hacia 1891 a instancias del barón Mauricio Hirsch. Contó la travesía de 32 días desde Hamburgo en el vapor Tioko, el desconcierto y la alimentación improvisada sin comida kosher. Por la ventanilla, Elena Bashkirova -cansada de un concierto la noche anterior en San Juan, pero incorruptiblemente simpática- leyó en voz alta un cartel al costado del camino de tierra: “Camino de los Inmigrantes”.
Pasamos entonces por Colonia Mauricio. Barenboim prefería escuchar y hacer preguntas que parecían más bien un énfasis de la perplejidad: “¿¡Pero está todo vacío ahora!?”. En el cementerio, al lado de la laguna de agua salada, lo esperaba otra sorpresa mayor: la tumba de León Abraham Schuster, según la investigación, su bisabuelo. Se lee en la inscripción funeraria: “Aquí descansa el hombre honrado, señor IUDA LEIB hijo de Abraham Schuster. Falleció a los 58 años. Nació en el año 5616. Falleció en el año 5674, aquí en Colonia Mauricio”. La lápida está en hebreo, salvo una palabra. Barenboim observa que escribieron “Colonia” en idish, quizá porque esa palabra no existía en hebreo. Barenboim no puede confirmar que León Abraham sea realmente su bisabuelo. Pero, de todos modos, no son los laberintos de la genealogía -aunque sí, cada vez más orígenes- aquello que le importa al maestro.
Más tarde en el homenaje que le hizo el intendente Walter Torchio en el salón de la municipalidad (un salón colmado por habitantes de Carlos Casares y de otros pueblos cercanos), Barenboim dirá: “Mi idea de ir al lugar de nacimiento de mi mamá era lo que normalmente se llama un viaje sentimental, más a esta edad. Y lo que pasó es que me encontré con todo un mundo de la historia de la colonización judía, con todas las dificultades. Los valores de esa colonización son los mismos que me dieron mis padres. La libertad individual se logra a través del trabajo. La libertad individual no es un derecho, sino algo que debe conquistarse. Veo en esto una rebelión contra la vieja historia de los judíos que fueron esclavos en Egipto”. Lo que Barenboim parecía querer decir, aunque sin usar la palabra, era que esa colonización fue una variedad de la epopeya. El maestro perseguía su pasado personal y en el camino se cruzó con su pasado colectivo.
Pero ahí mismo descubriría una forma secreta de la épica. En el pueblo de Moctezuma queda una sinagoga diminuta y ya sin rabino. Quien la cuida es Pedro Kaprow, al que todos llaman “Piñe”. “Piñe” es bisnieto de los primeros colonos y durante buen tiempo administró un almacén de ramos generales. Ahora se ocupa solamente de la sinagoga. Barenboim le preguntó apenas llegó: “¿Quién reza aquí?” ¿Usted reza?” “Piñe” negó. Le mostró en cambio un libro en idish, una historia de la Argentina fechada en 1944. Barenboim se demoró en la lectura de una traducción del himno nacional al idish con la partitura para la voz. Revisó con curiosidad otros ejemplares, salió al jardín.
In my beginning is my end, “en mi principio está mi fin”, “dice un verso de los Cuatro cuartetos, de T.S. Eliot. Una última cosa quiso el maestro antes de subirse en el Beechcraft que lo llevaría de nuevo a Buenos Aires y al presente: ver otra vez ese campo en el que jugaba al fútbol. Nada queda ya en Santo Tomás, salvo la estación y una escuela. El campo existe, pero los propietarios actuales no permitieron la entrada. Barenboim aceptó esa imposibilidad; lo hizo sin resignación, como si las cosas no pudieran ser de otro modo. O como si él mismo prefiriera ver ese campo un poco de lejos, un poco como se mira una foto en la que uno se reconoce a sí mismo como aquel que fue. Por las dudas, insistió: “Voy a volver, voy a volver”..