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Aún recuerdo vívidamente una noche de mayo de 1970 cuando el amigo Roberto Todd gentilemente me llevó a conocer al maestro Antonio Lauro en la que se llamó Escuela de Música del Este, situada en la calle Olimpo de Sabana Grande. Nuestra intención (siguiendo los consejos del maestro Alirio Díaz con quien habíamos coincidido providencialmente en una velada musical pocas semanas antes) era lograr que el maestro Lauro me escuchara y considerara la posibilidad de ser admitido como alumno regular.
Escrito por Luis Zea
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Vibrando de emoción conocí al legendario autor de Natalia, hombre alto, robusto, de hablar y gestos pausados, con voz grave, mirada serena y la carácterística sencillez que otorga la sabiduría. A pesar de mis deficiencias como autodidacta el maestro me aceptó, invitándome a su casa el fin de semana y asignándome una tarea para así comenzar las clases formalmente la semana siguiente.
Seguramente mis compañeros de estudio de ese entonces también guardarán en el baúl de los recuerdos aquellas maravillosas ocasiones en las que Lauro se extendía dictando sus clases nocturnas en el Conservatorio Juan José Landaeta, ubicado en frente de la Iglesia de Campo Alegre. Siempre me llamó la atención el hecho de que el maestro no nos convocaba a una hora específica. Se suponía que debíamos llegar al conservatorio a partir de cierta hora – usualmente las 7pm – y decidir quien era el primero o próximo a pasar según la disposición del momento. La duración de las clases variaba según las necesidades y grado de preparación de cada alumno.
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Poco estudio implicaba mínima atención por parte del maestro, quien entonces llamaba al siguiente en espera. Una vez comenzadas las sesiones, Lauro continuaba fácilmente hasta pasada la medianoche. Una misteriosa atemporalidad se adueñaba de todos. En una oportunidad salimos de la escuela alrededor de las 3 am…! Como varios de nosotros no teníamos carro, Lauro se ofrecía con su diminuto Volkswagen para llevarnos a distintos y distantes puntos de la ciudad. Nos metíamos como podíamos, con guitarras y todo, y el maestro culminaba así su jornada de trabajo como “chofer escolar”.
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Si juzgaba que se requerían aún más clases, Lauro nos invitaba a su casa en El Cafetal, donde con frecuencia lo encontrábamos escuchando música de sus compositores predilectos como Mozart, Haydn, Schubert o Bach, refieriéndose siempre a éste ultimo como “el supremo maestro en la conducción del bajo”. Compartíamos largas horas oyendo, tocando o analizando música, practicando lectura a primera vista o simplemente conversando –además de saborear un suculento almuerzo preparado por las bondadosas manos de su esposa Maria Luisa. Tales reuniones brindaban además ocasiones memorables para apreciar y beneficiarnos de Lauro el intérprete. Libertad, espontaneidad y una destellante fuerza rítmica eran los rasgos de sus ejecuciones que más impactaban mis oídos, especialmente cuando tocaba su propia música.
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Con el correr de los años aprendí a valorar la capacidad de Lauro para explicar procesos complejos de la música en un lenguaje que todos podíamos entender. Si habría que destacar un aspecto de la interpretación musical al cual prestaba especial atención yo mencionaría el ritmo:
“¡…hay que saber decir las cosas…!”
“¡…debes tomarte el tiempo necesario para decir la música con naturalidad…!”
Éstas eran algunas de las reacciones verbales típicas del maestro al escuchar una ejecución carente de sentido rítmico. Cabe decir que Lauro nunca recibió remuneración alguna por su horas extra de clase, pero ciertamente se hizo merecedor de nuestro afecto y respeto por la mística que infundió en nosotros hacia la guitarra y hacia la música.
Gracias a su innata sabiduría poética, Antonio Lauro protagonizó el milagro de universalizar lo particular. Vitalidad, lirismo, picardía, elegancia, nobleza y sencillez son algunos de los rasgos que dibujan el sutil espíritu venezolano. Lauro supo retratar ese espíritu por medio de un lenguaje propio, diáfano, desprovisto de vanidad y comprometido con la búsqueda de la belleza pura que solo se revela a los verdaderos artistas. Su legado permanece.
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