Le agradecemos al maestro Felipe Izcaray, el que haya compartido con nosotros el Prólogo que escribió para la novela “Dos Guitarras” de Juan Páez Avila
Siempre sentí ser producto de la transición vacía de una Carora equidistante entre dos riquísimos períodos culturales. Esa que a mí y a otros caroreños de mi generación nos preservó el recuerdo y la obra de un gran prócer cultural, don Chío Zubillaga, quien permaneció vivo en la llama tenue pero firme plantada por él en el alma de sus discípulos y admiradores, para más tarde ser rescatados por la obra cultural de un caroreño por adopción venido de otros lares a enseñarnos cuales eran los ejemplos a seguir. Me refiero, por supuesto, al Dr. Juan Martínez Herrera, un “obrero de la cultura”, como se definía a sí mismo.
Alirio Díaz Rodrigo RieraLa mencionada llama de Don Chío permaneció encendida para nosotros en la visión ofrecida por los hombres que de una u otra manera habían estado en contacto con ese extraordinario, excéntrico y solitario pensador, el señor de la boina, orientador de sus vocaciones. Ese hombre culto les mostraba a estos fascinados oyentes una ventana al mundo que vibraba más allá de La Toñona, el Morere con su dique, el Torrellas y Barrio Nuevo con su Cerrito de la Cruz, límites de esa lánguida Carora de 20.000 habitantes que nos vio crecer ávidos de guía intelectual y palabra esperanzadora.El nuevo maestro, reclamado por nuestros adormecidos subconscientes, nos llegó en plena adolescencia, en la edad en la cual se definen nuestras ansias y se orientan nuestras esperanzas hacia los caminos que nos presenta la vida. Ese regalo que nos trajo Teresita Yépez Gutiérrez en 1963 fue su esposo, odontólogo como ella, pero también imbuido de inquietudes y experiencias inconclusas en el mundo de la cultura. Hijo de un gran escritor, diplomático y docente, y a quien una noche, frente a dos frías “media jarras” servidas por el cordial “Negro” Urriola en el Club Torres, fue convencido por mi padre, el pianista y ex miembro fundador del Orfeón Lamas Don Eduardo Izcaray Muñoz, sobre la necesidad de fundar en Carora un orfeón. “Yo por mi sordera no puedo enfrentar ese reto, pero usted es el hombre para esa tarea”, le explicó con sinceridad, totalmente desprendido de falsas modestias.
El resto de la historia es harto conocido. A parir de esa conversación nació el Orfeón Carora y con él la Casa de la Cultura. Poco después desfiló ante nuestros crecientes anhelos culturales, una comparsa de éxitos artísticos como la escuela de Teatro, la Escuela de Artes Plásticas, la Orquesta Sinfónica Infantil y el magnífico Teatro que lleva el nombre de uno de los dos protagonistas de esta estupenda novela de mi amigo y coterráneo escritor Juan Páez Ávila.
Una de las cosas que más le agradezco a Juan Martínez, es el habernos inculcado a los más jóvenes de los fundadores del Orfeón Carora el respeto y la admiración por los verdaderos valores de esa Carora humanista del pasado y qué debíamos admirar en esos hombres. Ya no eran solo tres las alternativas que nos ofrecía nuestro terruño. En mi fuero interno sentía que tenía que haber otros entretenimientos y experiencias además del béisbol (en mi caso el Torrellas de “La Meca” Ramos, Cesarito Castillo y Pastor Franco), del aguardiente (El “1º. De Mayo”, la “Chimpolera”, el “Pequeño Pedro” y el “Oasis”), más otras “recreaciones” en la vida de un joven, sólo que no sabía por dónde empezar a buscar.
Juan Martínez, mientras nos enseñaba a cantar y a la vez aprendía a dirigir a sus orfeonistas como buen autodidacta, nos decía que éramos un pueblo con mucha suerte, porque teníamos a Luis Beltrán Guerrero, a Guillermo Morón, a Héctor Mujica, a Cheíto Herrera, a Nano Yépez, a Homero Álvarez Perera y a otros insignes pensadores y hacedores en sus respectivas profesiones. Pero sobre todo a nosotros que hacíamos música, Juan nos recalcaba que teníamos a Alirio y a Rodrigo, que éramos unos privilegiados por poder disfrutar sus conciertos cada vez que ellos venían a Carora, mientras que en otros países la gente agotaba las entradas para los recitales de ambos artistas con meses de anticipación.
Han pasado ya muchos años desde aquellas inquietudes que nos alborotó Juan Martínez, pero la admiración y el respeto por la trayectoria de Alirio Díaz y Rodrigo Riera no han hecho sino acrecentarse con el correr del tiempo. He rechazado siempre los banales intentos de comparación que se han hecho sobre nuestros dos maestros: que si uno era mejor que el otro, que si uno tocaba muy bien pero el otro era más simpático, que si tenían diferencias y enfrentamientos personales, y otra serie de comentarios más propios de nuestra mitología aldeana que de juicios serios y objetivos.
Alirio y Rodrigo fueron, son y serán siempre entrañables amigos. Cuando en contadas ocasiones se sentaban juntos a tocar en algún escenario, por ejemplo en el Cine “Estelar” o la Casa de la Cultura, nos hacían delirar con esa unidad férrea que conformaban sus diferencias. Alirio podía tocar un vals “Natalia” de Antonio Lauro con su sólido virtuosismo, mientras Rodrigo jugueteaba a su alrededor con ese don improvisatorio y con contravoces deslumbrantes que hicieron exclamar en alguna oportunidad al Maestro Lauro: “caramba, ese Rodrigo enriqueció mi humilde vals, qué bárbaro”.
He sido muy afortunado al haber podido disfrutar del aprecio y la amistad de estos dos grandes caroreños. Rodrigo, además de consumado intérprete y refinado compositor, siempre fue un corazón abierto. Un ser humano generoso y accesible que desparramaba su arte donde quiera que estuviese, bien en un gran auditorio o en el hogar de alguno de sus cientos de amigos. En sus recitales se tomaba el tiempo de explicar la diferencia entre los estilos y el porqué en ciertas piezas el colocar la mano derecha cerca o lejos del puente, o el tipo de vibrato que se usara, permitían evocar correctamente las características de determinada época o compositor. Estar en una reunión social con Rodrigo era una excepcional ocasión para escuchar sus propias composiciones o las de otros grandes maestros. Si a alguien entre los presentes se le ocurría cantar un bolero, un vals, una zamba o un tango, podía decir luego con orgullo que un extraordinario artista universal “se le pegó atrás” y comenzó a acompañarlo sin que nadie se lo pidiera. Rodrigo no se hacía rogar. Por el contrario, él derrochaba generoso ese “guacal” de notas contenidas en su guitarra y nos las obsequiaba en genuino y espontáneo brindis. Su presencia, su proverbial sonrisa, su vasta cultura y su sempiterno buen humor son añorados por gente de todos los estratos sociales de Carora, de Venezuela y del mundo.