La relación entre Victoria Ocampo e Igor Stravinski parece transcurrir en principio en la esfera de la anécdota privada, pero, si se la examina con más detenimiento, se puede encontrar una clave de la cultura argentina del siglo XX. ¿Qué cosa explica semejante pasaje de lo privado a lo público? Una noche, pero una que se cuenta entre las noches más espectaculares y escandalosas (en todos los sentidos de estos términos) de la música del siglo pasado. El vínculo nació cuando la escritora y fundadora de la revista Sur, impelida por fuerzas desconocidas aun para ella misma, especie de intuición pasmosa, asistió al estreno de La consagración de la primavera , el 29 de mayo de 1913 en el Théâtre des Champs-Élysées. Alrededor de esa noche gira V. O. , la obra escénico musical con libreto de Beatriz Sarlo y música de Martín Bauer que se estrenó en el Centro de Experimentación del Teatro Colón.
Pero V. O. no empieza con esa noche sino antes, cuando Victoria es todavía una intelectual en ciernes, dominada por la institutriz y las clases de declamación. La consagración? no se abrió paso todavía, aunque se insinuó ya en las figuras rítmicas de la obertura. La cita plena de la “Danza de las adolescentes” aparece hacia la mitad, en el momento en que Victoria cambia de ropa y se hace adulta, una condición que supone no sólo la emancipación familiar sino también el descubrimiento de lo moderno. El trabajo de Analía Couceyro en el papel de Ocampo es formidable porque muestra esta transformación sin abandonar la voluntad sin fisuras que define al personaje desde el principio (“Victoria me llamo/ por algo será”). No menos consistente fue la faena de Pablo Seijo en su doble papel de Stravinski y Drieu, y, sobre todo, María Inés Aldaburu, que hizo una institutriz temiblemente encantadora, y que dijo maravillosamente los luminosos limericks (esa variedad de la poesía nonsense que cultivo Edward Lear) escritos por Sarlo: “Una niña llamada Victoria/ quería salir de la noria./ Correr a París/ y ser una actriz./ Atrevida damita Victoria”.
La obra no se despliega como un tendido continuo sino bajo la forma de un encadenamiento de escenas brevísimas, casi instantáneas, se diría. Entre esos momentos se cuentan las arias que canta Selene Lara, que tampoco se desentienden del resto (en la segunda, muy lírica, al borde de lo sentimental, insiste lejano un timbal); el número de la bailarina Florencia Vecino y, sobre todo, la intervención de Margarita Fernández, otra ocampiana de esta época, que toca la dickensiana pieza n° 9 del Libro II de los Preludios de Claude Debussy y, luego, frente a un papel en blanco, el recurrente motivo de la “Danza?”. Concebida para octeto sin instrumentos de viento, la partitura de Bauer no invade la acción; por el contrario, se pliega eficazmente, y con elegantísima discreción, a las alusiones del texto, a los cambios de luz entre impresionismo y modernidad; como canta Lara en boca de Ocampo: “Fui Isolda y Melisande y fui Victoria”.
Si hay en V. O. una idea teórica, digámoslo así, es cómo el encuentro de Ocampo con La consagración? definió el proyecto de Sur, y esto es claro en la escenografía de Matías Sendón y Minou Maguna: blanca, como la casa de la calle Rufino de Elizalde donde se tomaron las dos fotos que registran la fundación de Sur, y con la flechas hacia abajo (iluminadas sobre el final) que definen a la revista. Exacto, inspirado, inmune a cualquier desliz sentimental, el texto de Sarlo sería impensable sin los años de tarea crítica que ella le dedicó a Victoria y Sur (las iniciales del título propician una distancia), pero a la vez es un texto que no resulta en absoluto frío y que, más bien, deja vislumbrar el amor intelectual por Ocampo. Un amor, por lo demás, que Bauer y Sarlo transmiten con armas stravinskianas: la gracia, el charme, y la más perspicaz de las inteligencias.