El director y pianista se presentó este fin de semana en el Teatro Colón con un homenaje a Ginastera y a Salgán y, ayer, a cuatro manos y a dos pianos, actuó junto a Martha Argerich.
Vía: www.larazon.com.ar | Por Paula Conde
El Teatro Colón viene de tres días intensos. En el marco del Festival Barenboim de Música y Reflexión 2016, Daniel Barenboim se presentó el viernes y el sábado en calidad de director de orquesta -de su orquesta, la West-Eastern Divan (WEDO)- y, ayer, como pianista junto a otra talentosa de las teclas, Martha Argerich. El programa incluyó un homenaje a los compositores argentinos Alberto Ginastera y Horacio Salgán en el centenario de sus nacimientos y, ayer, a cuatro manos y a dos pianos, los músicos deslumbraron con obras de Mozart, Liszt y Brahms.
En la tercera edición del Festival que lleva su nombre, Barenboim no podía dejar de homenajear a dos compositores que él asegura conocer “muy bien”. Este año, se cumplen cien años del nacimiento de Ginastera, fallecido en 1983, y de Salgán, quien cumplió los cien el pasado 15 de junio y, aunque estaba invitado al homenaje, es comprensible su ausencia en el Colón.
El tributo del sábado a Ginastera, uno de los compositores más destacados del siglo XX en América Latina, tiene como violinista principal al “otro Barenboim”: Michael, el hijo de Daniel, tiene en sus cuerdas el comienzo del “Concierto para violín y orquesta, Op. 30”. Solo, en el centro del escenario, frente a una platea que no deja de toser, arranca el concierto con la orquesta aún estática, con papá que lo mira de reojo y con una partitura que sigue a través de una pequeña pantalla, porque la tecnología también llegó a las tablas. Después, sí, se suma la orquesta, con un Barenboim que le cede su cuerpo a las notas musicales y entonces el escenario vive una progresiva transformación: la del cuerpo del maestro de 74 años en pura música. Pone la piel de gallina, pero esa persona que se mueve a la perfección según los sonidos que producen sus músicos es, simplemente, la música misma.
Hasta le sobra talento y picardía al director para regañar al público, cuando, a poco de terminar el concierto dedicado a Ginastera, en uno de los breves silencios que forman parte de la obra, los espectadores se ponen a toser al unísono, como si fuera la última oportunidad de limpiar la garganta, como si el silencio incomodara y hubiera que llenarlo con algún ruido -amplificado por la acústica perfecta de la sala-, toses y más toses, un coro de toses, una sinfonía de toses, resume una jovencita en la platea, y entonces a Barenboim no le queda otra que responder: el maestro, que siempre está de espaldas al público y de frente a su orquesta, se da vuelta, saca un pañuelito blanco y se lo lleva a la boca una, dos, tres, cuatro veces. El público se ríe y aplaude el gesto irónico del director, quien, con el concierto brevemente interrumpido, habla por primera vez: “Ahora, voy a retomar los últimos dos compases del segundo movimiento, que son demasiado piano para las toses que están en mezzoforte ”. Touché.
Llega el intervalo, el momento de toser, ahora sí, y de acomodar el escenario para la segunda parte del programa: el homenaje al compositor, pianista y uno de los máximos referentes del tango Horacio Salgán. ¿Por qué ponen un piano y cuatro sillas? Como en un recital de rock, Barenboim también tiene sus invitados. Se trata del Quinteto Real, con César Salgán, el hijo de Horacio, al piano. Carismático y alegre, el Quinteto se lleva la ovación después de interpretar tres clásicos: “Recuerdo”, “Canaro en París” y “El amanecer”.
Vuelve la orquesta a cumplir con el repertorio prometido y a tocar “Don Agustín Bardi”, “Aquellos tangos camperos” y el infaltable “A fuego lento”. En el cierre y, antes de la cariñosa despedida a esa maravillosa orquesta creada por Barenboim y el filósofo Edward Said en 1999 (para reunir a músicos palestinos, árabes e israelíes con el fin de promover la paz en Medio Oriente) llega “El firulete”.