
Vía: El Boomerang | Escrito por Víctor Gómez Pin
La música denominada clásica está hoy, por primera vez en su historia, prácticamente a nuestra entera disposición. Podemos recurrir a ella en cualquier momento, es decir, podemos consumirla de manera absolutamente análoga a como consumimos una bebida, cogiéndola en el frigorífico y sin necesidad de ir al bar. Y al igual que, si somos cuidadosos, la calidad de la bebida puede ser mayor, y su temperatura más adecuada, en casa que en un establecimiento público, también la calidad “objetiva” de la música enlatada se nos presenta como equiparable a la que cabe escuchar en la sala de conciertos. De entrada, en casa, podemos voluntariamente limitarnos a las grandes interpretaciones, cosa que obviamente no siempre está al alcance de los que gozan de la música en directo. Pero además, a diferencia de lo que ocurría hace tan sólo unos años, los modernos aparatos de reproducción musical permitirían prácticamente ofrecer un sonido equiparable al que proporciona la escucha directa.El asunto es problemático, en la medida en que la escucha directa intervienen variables (el mero hecho de la ubicación aquí y allá de los instrumentos, por ejemplo) que interfieren inevitablemente con los rasgos inmediatamente determinantes del sonido, variables cuya complejidad es imposible de reconstruir electrónicamente. No es, sin embargo, este aspecto cualitativo lo que aquí más me preocupa.
Lo esencial (se trate de música clásica, “ligera”, contemporánea, o la que uno pueda componer mediante recreación digital de fuentes analógicas) es que efectivamente la música ha sido individualizada, es decir, arrancada a su función originaría de ser fermento de vivencia colectiva y de cohesión social.