Vía: www.abc.es/ Por PABLO MARTÍNEZ PITA
«Repertorio de vituperios musicales», de Nicolas Slonimsky, es una compilación de airadas crónicas que en su día denostaban a compositores como Brahms, Berlioz, Mahler, Verdi, Wagner… incluso Beethoven
«Sucio y nauseabundo», «repulsivo», «basura», «¿Una composición? Descomposición es un término más adecuado para semejante moho odioso»… Aunque nos parezca desconcertante, obras musicales que hoy nos parecen irreprochables, creadas por autores que calificamos de genios, provocaron epítetos como los reseñados. Sin embargo, es cierto que al ser humano, por lo general, le cuesta aceptar los cambios vengan de donde vengan: en el campo del arte, del saber, de las ideas… y la música no es ajena a esta cuestión: el oído tarda en habituarse a las novedades armónicas.
El caso es que muchos de los genios hoy venerados atravesaron etapas de cierta incomprensión. Este hecho lo podemos comprobar con toda su crudeza en «Repertorio de vituperios musicales», cuyo subtítulo es «Un recorrido venenoso por la música clásica». Fue publicado por primera vez en 1953, y ahora llega a España de la mano de la editorial Taurus. Su autor es Nicolas Slonimsky (1894-1995), un hombre que además de director de orquesta, compositor, pianista y lexicógrafo, contaba con una erudición apabullante y un gran sentido del humor, lo que le convirtió en invitado habitual en diversos programas de la televisión estadounidense. Además, era un firme defensor de la música contemporánea, lo que seguramente le llevó a escribir este libro.
Así que se dedicó a compilar críticas que, efectivamente, impresionan por su dureza, aunque en muchas ocasiones, demostraban un ingenio demoledor. Sorprende que a veces sean compañeros de profesión los que arremetan contra sus colegas, como hace Tchaikovsky en su «Diario», el 9 de octubre de 1886: «He tocado la música de ese patán de Brahms ¡No tiene nada de talento, el muy desgraciado!». Berlioz fue también bastante explícito en una carta fechada el 5 de marzo de 1861: «Evidentente, Wagner está loco» .
Resultan muy curiosas las rebuscadas comparaciones que a veces se le ocurren al crítico: «Monsieur Berlioz empareja instrumentos que aúllan al juntarse» («Critique et littérature musicales», 1852); sobre «Scheherezade», de Rimsky-Korsakov, Louis Elson, del «Daily Advertiser», se imagina toda una epopeya: «¡Los rusos han tomado Boston! (…) El combate de “Scheherezade” comenzó con un bombardeo a cargo de la orquesta al completo, al abrigo del cual la sección de viento-madera avanzó por la derecha. Entonces los violines realizaron una brillante incursión por el flanco izquierdo. (…) Siguió una furiosa descarga de timbales (…) Ante esto, todo el público –incluida la artillería pesada– optó por rendirse».
El «New York World-Telegram» publica en 1936 que la «Rapsodia sobre un tema de Paganini», de Rachmaninoff, «suena en algunos momentos como una plaga de insectos en el valle del Amazonas, en otros, como una versión en miniatura del Día del Juicio Final». El primer concierto para piano de Prokófiev, por lo visto, tiene «momentos en que el piano y la orquesta hacen sonidos que no evocan solo la caída de un imperio, sino también la de la vajilla», según «The New York Times» el 11 de diciembre de 1918.
Como se explica en la introducción del libro, también había críticas buenas, por supuesto, e incluso podían ser más numerosas. Pero el que se ceba con una obra, lo hace a conciencia: «La sinfonía de Liszt basada en la “Divina Comedia” de Dante trata del infierno, y resulta ciertamente infernal (…) Lo único bueno de esta composición es que añade nuevos terrores al más allá de los condenados» (Gazzette, Boston, 22 de noviembre de 1880).
No se libra ni siquiera Verdi, quien, según publica la parisina «Revue de deux mondes» en 1856, «es un músico decadente. Tiene todos los defectos propios de esta clase de artistas: la violencia de estilo, la incoherencia de ideas, la crudeza de los colores, la impropiedad del lenguaje».
El espanto ante las novedades llega, en ocasiones, a semejarse al dolor físico: «¡Si usted es lo bastante perverso y masoquista para soportar una hora de flagelaciones sonoras, he aquí su oportunidad», comenta el «Down Beat» de la «Octava Sinfonía» de Mahler en 1952. La ópera «Tanhauser», de Wagner, según el «Musical Times» del 20 de abril de 1861, provocaba la siguiente reacción entre el público: «Los oyentes más corteses que quisieron tener una conducta decente, sufrieron sin pestañear; otros se revolvían en sus asientos y cambiaban de lado como san Lorenzo en la parrilla».
«Repertorio de vituperios musicales» logra que cambie nuestra percepción de la historia. Así, si nos imaginábamos un clamor de admiración en el estreno de una obra tan magna como la «Novena Sinfonía» de Beethoven, resulta una sorpresa comprobar que no: «Si los mejores críticos y orquestas no han logrado encontrarle sentido a la “Novena Sinfonía” –se puede leer en el «Dail Atlas», de Boston, el 6 de febrero de 1853–, bien puede perdonársenos si confesamos nuestra incapacidad para hacerlo. El Adagio posee una gran belleza, es indudable, pero los demás movimientos, y el último en particular, parecen ser una progresión incomprensible de progresiones armónicas extrañas». De esta tropelía encuentra su explicación en la sordera del autor, comparándolo con «el pintor ciego tocando el lienzo al azar».
Si ni siquiera la «Novena Sinfonía» fue comprendida en una primera escucha, es fácil imaginar lo que podía ocurrir con las obras de Stravinsky. «La música de “La consagración de la primavera” se resiste a cualquier descripción. Decir que consiste en su mayor parte en un ruido espantoso es quedarse corto», se lee en el «Musical Times» del 1 de agosto de 1913.
Pero no hay que indignarse con la profesión de crítico musical. En el prólogo que escribe el propio autor del libro, Nicolas Slonimsky, nos recuerda que esto ocurría en otras disciplinas artísticas, y cita la frase de un crítico de arte francés, Albert Wolff, en 1874: «Alguien debería decirle a monsieur Renoir que el torso de una mujer no es una masa de carne en descomposición, con violentas manchas verdes propias de un cadáver en completo estado de putrefacción».