Cuando el sonido se empapa de silencio

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Gustavo Gimeno convirtió el ‘Libera me’ final en el verdadero clímax del ‘Réquiem’ verdiano ayer en la Quincena Musical de San Sebastián

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El Réquiem de Verdi termina con uno de los momentos más inquietantes de la historia de la música. La soprano solista y el coro musitan dos veces las palabras Libera me, mientras el sonido se empapa de silencio. El crítico francés Ernest Reyer lo describió, tras el estreno, como “un destello de luz que se extingue bajo los arcos de una catedral”. Pero su colega inglés, Francis Toye, fue más allá: “La fuerza ha fracasado; tan sólo queda apelar a la misericordia, pero ahora tan fútilmente que se habla más que se canta”. A diferencia de otros compositores más o menos coetáneos, Verdi añadió al final de su misa de difuntos el responsorio Libera me. Fue la revisión del mismo fragmento que había escrito poco antes para otra misa colectiva en memoria de Rossini. Pero ahora lo convirtió en el núcleo emocional de su Réquiem.

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Una impresionante concatenación de estados de ánimo que culmina con una inmensa interrogación. “Realmente para mí el coro y la soprano al final ya no creen en lo que dicen. Se dejan llevar y cunde el abandono de toda esperanza”, confesó a EL PAÍS el director de orquesta Gustavo Gimeno (Valencia, 1976) horas antes de dirigir esta obra en la Quincena Musical de San Sebastián a la Orquesta Filarmónica de Luxemburgo y al Orfeón Donostiarra. Su interpretación, el pasado sábado 26 de agosto, sumió al público del Kursaal en una atmósfera mágica tras convertir el referido Libera me en el verdadero clímax de la obra verdiana; más de treinta segundos donde todo se detuvo y tan sólo se oían respiraciones vagas y suspiros.

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Gimeno estudió el Réquiem verdiano con Claudio Abbado durante su etapa como asistente en 2013.

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“Lo trabajamos, aunque nunca lo llegamos a hacer. Fue para un concierto con la Orchestra Mozart que sería cancelado por enfermedad meses antes de su muerte”, aclara.

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El modelo interpretativo es muy autorizado, especialmente si recordamos aquella sobrecogedora interpretación dirigida por el maestro italiano, en enero de 2001, al frente de la Filarmónica de Berlín y donde, precisamente, participó también el Orfeón Donostiarra (disponible en CD y DVD en EMI/Warner Classics). Pero Gimeno busca su propio camino en esta obra. Es más sinfónico que operístico. Su lectura ahonda en un concepto más unitario de los tempi, conteniendo los más rápidos y dando fluidez a los más lentos. También de las dinámicas, que nunca resultan exageradas, a pesar de atender indicaciones plagadas de “pes” y de “efes” en la partitura. Buen ejemplo de ello fue la extensa secuencia, que arranca con ese imponente Dies irae, donde Verdi pretendió representar musicalmente el espíritu exacto de este texto latino, tras comprobar que ni Mozart, Berlioz o Cherubini lo habían conseguido.

Gimeno impuso la transparencia en el conjunto sinfónico luxemburgués, que lidera como titular desde 2015. Ello le permitió un exquisito acompañamiento del cuarteto solista. Cuatro voces muy apropiadas para la obra, aunque ellas resultaron más expresivas que ellos. Quedó claro al escuchar a la mezzo Daniela Barcellona en el Liber scriptus o a la soprano María José Siri en el Libera me; pero también cuando cantaron juntas en el austero arranque del Agnus Dei y, especialmente, en el Recordare, quizá el momento más inspirado vocalmente de la noche. Bien, aunque a menor altura, el tenor Antonio Poli, que lució una buena media voz en Ingemisco, y el bajo Riccardo Zanellato, que mostró firmes credenciales verdianas en el Confutatis. El Orfeón Donostiarra volvió a firmar, tres años después, una actuación memorable con esta obra en la Quincena; cuerpo, equilibrio y dicción, pero también precisión que evidenciaron al desdoblarse en el Sanctus.

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El día anterior, el 25 de agosto, Gimeno dirigió a la Filarmónica de Luxemburgo en un programa ruso bien trabado, aunque a menor altura que el Réquiem verdiano. Abrió con una lectura lúcida y brillante de la versión original de Una noche en el monte pelado, de Músorgski. Alexander Gavrylyuk actuó a continuación como solista en el Concierto para piano nº 3, de Prokófiev; el pianista australiano de origen ruso no sólo ha grabado todos sus conciertos en Triton/Exton sino que demostró una afinidad natural con esta música. Culminó su actuación apostando por el virtuosismo rampante en forma de paráfrasis pianística sobre la famosa Marcha Nupcial, de Mendelssohn-Liszt-Horowitz. El acompañamiento de Gimeno y el conjunto luxemburgués en Prokófiev fue modélico, al aportar el sustrato lírico y camerístico, pero también los guiños cáusticos que require la obra. Precisamente esto último se echó en falta en la Sinfonía nº 1, de Shostakóvich. Empezaron con todo el mordiente y sarcasmo necesario, aunque la versión fue derivando hacia un confort que nada tiene que ver con una música tan llena de influencias y contrastes; y cuya inspiración musical proviene de las películas mudas que el joven Shostakovich acompañaba al piano. La segunda parte había comenzado con una versión con demasiado perfume francés de El lago encantado, de Liadov. Es la tradición sonora de esta orquesta que Gimeno mostró, como propina, con una contemplativa Pavana para una infanta difunta, de Ravel, que forma parte de su último disco en Pentatone.

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