Dos palabras suelen estar asociadas a la figura de Gustavo Dudamel: “promesa” y “genio”. El primero de esos términos caducó por razones estrictamente cronológicas. Mientras se aleja de a poco de su juventud prodigiosa, Dudamel es ahora uno de los directores más respetados del mundo. El segundo de los términos es, en cambio, más problemático. “Genio” constituye, en este caso, otra manera de referirse a la originalidad. Pero la originalidad, a diferencia del genio, no es un absoluto; depende de las condiciones. Ningún director (como ningún pianista) es original en todo el repertorio: algunos pueden serlo en Wagner, pero lo son menos en Debussy. Acaso solamente Carlos Kleiber tuvo la valentía de limitar su repertorio a un perímetro mínimo, aquel en el que sabía que tenía algo nuevo para hacer. Esto sin contar además con la maduración de las interpretaciones, que hace que una primera lectura sea revisada, o aun contradicha, por otra posterior.
Es posible que muy pocos logren una versión de La consagración de la primavera de Igor Stravinsky tan apasionante como la de Dudamel. Habría que pensarla en verdad como su pièce de résistance. Su sensibilidad rítmica es sencillamente asombrosa. Ese mismo atributo, proyectado sobre otras obras, puede deparar sin embargo resultados menos cabales. Por ejemplo, quien haya escuchado el primero de los conciertos que ofreció en Buenos Aires el año pasado, con la Sinfonía n° 7 de Mahler, no habrá dejado de advertir esa singularidad. Su lectura de la Séptima con la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar de Venezuela fue detalladísima, enérgica y, por efecto de esa misma energía, quizá sin la fluidez que pide la escritura mahleriana. En el documental de Enrique Sánchez Lansch La promesa de la música -la “promesa”, de nuevo- se ve a Dudamel mientras ensaya en Venezuela la Tercera sinfonía de Beethoven. En cierto momento, detiene a la orquesta: “Nunca antes de un piano toquen diminuendo. Siempre mantengan la tensión, y luego piano súbito”. La sensata demanda revela también toda una filosofía de la interpretación, estricta y dispuesta a resaltar las angularidades. Dudamel es todavía joven y será interesante seguir el despliegue de esa filosofía en los dos mundos en los que habita el músico: el de la Simón Bolívar, donde realiza un formidable trabajo de “taller”, y el de las filarmónicas de Berlín, Viena e incluso Los Ángeles, donde lo difícil consiste en que esas orquestas no se dirijan, por decirlo así, solas. El golpe de genio, ya insinuado, sería justamente imponer una misma originalidad en los propios términos de cada una de esas circunstancias.