Vía: www.lanacion.com.ar/Por Pablo Kohan | Para LA NACION
La Sinfonía Nº 9, escrita por Gustav Mahler en el bienio 1908-1909, comienza bordeando lo inaudible con la formulación de un ritmo asimétrico, interpretado por chelos y cornos. Unos ochenta minutos más tarde, luego de haber elaborado un milagroso tejido que recorre los infinitos misterios de la vida, las violas cierran una obra colosal y admirable, nuevamente, en el límite de la audibilidad. A diferencia de otras creaciones notables que inauguran períodos o abren perspectivas hacia nuevos horizontes, la última sinfonía completada de Mahler es, definitivamente, un final de ciclo, un último momento (maravilloso) en el cual se cierran no sólo la vida creativa de un músico extraordinario, sino que, simbólicamente, también llegan a la conclusión el romanticismo como movimiento cultural hegemónico y el reino de la sinfonía como el gran género orquestal. Estrenada en 1912, al año siguiente de la muerte de Mahler, la obra concitó todos los elogios.
A lo largo de las décadas se fueron sumando las expresiones de admiración. Entre muchísimas más recordemos algunas. Dijo Herbert von Karajan: “Es una música que viene de otro mundo, viene desde la eternidad”. Otto Klemperer afirmó: “Esta sinfonía no es sólo la última, sino su mayor logro”. Schönberg le agregó algunos toques místicos: “Es como si esta sinfonía fuera la obra de un oculto artista superior que utilizó a Mahler como su portavoz”. Pero, en el bando de enfrente, no podemos dejar de recordar las palabras de Deems Taylor, un compositor y muy renombrado crítico musical estadounidense, fallecido en 1966: “Algún día, los verdaderos amigos de Mahler deberían empuñar una podadora y reducir la obra a la longitud que realmente debería tener”. Y dictaminaba: “La Sinfonía Nº 9 no debería durar más de veinte minutos”.