Vía: www.nytimes.com | Por ZACHARY WOOLFE
Es posible escuchar un cliché musical como la suite “Appalachian Spring” con nuevos oídos. Algunas veces eso se puede lograr con el contexto, como cuando fue interpretada recientemente por la Filarmónica de los Ángeles, durante el último de sus dos conciertos en el David Geffen Hall. Esta elevada y emotiva pieza de Aaron Copland, perteneciente al repertorio musical americano, fue precedida por el “Piano Concerto No. 1”, compuesto por Alberto Ginastera en 1961 y una explosión sinfónica de Andrew Norman de 2013.
Esas dos obras dan poco tiempo para apreciar la suavidad que tendemos a asociar con “Appalachian Spring”. Así que cuando el tenue comienzo de la suite explotó de repente en ráfagas de fragmentos cortantes, el efecto sonó más estridente de lo habitual, incluso podría decirse que pareció experimental.
Nuestro Copland, un compositor usualmente acogedor, tomó el lugar que se merece como un verdadero contemporáneo de su polémico amigo Ginastera, y también como el antecesor de jóvenes compositores como Norman, de 36 años.
De las manos del director estrella de la filarmónica, Gustavo Dudamel, el programa nos mostró la gran fortaleza de esta invaluable orquesta que adopta lo nuevo de manera tan original que hasta el canon parece volver a la vida.
Incluso la interpretación de la Tercera Sinfonía de Mahler estuvo a la altura: su solo entre bambalinas de la corneta de posta nos recordó “Soundings” de John Williams e hizo emerger fragmentos musicales desde diversos puntos del auditorio.
La visita de la orquesta a Nueva York no mostró moderación ni calma: fueron dos sesiones sobrecargadas de música incansable y rebosante. Pero Dudamel, quien creó su reputación gracias a su energía impetuosa y juvenil, nos regaló una interpretación de una extraordinaria moderación y madurez, en especial, en la pieza de Mahler. Logró construir el primer movimiento expandido con una confianza relajada, y el tercero con una alegría que no era contenida ni accionada. La sinfonía se desarrolló sin presión alguna.
Su tono relajado, incluso en una pieza que se agitaba y enardecía, estuvo presente en el estreno de la primera sección de “Play” —titulada “Level 1”, un guiño a la actividad frenética de los videojuegos—, compuesta por Norman, y una extraña interpretación del “Piano Concerto No. 1” de Ginastera, seleccionado para celebrar el centenario del natalicio de su compositor.
Los ritmos dramáticos del concierto hacen que el estilo atonal y animado de Ginastera se sienta accesible, comprensible. Chispazos de actividad en el piano (Sergio Tiempo tocó con gran vivacidad) caen sobre los susurros etéreos de las cuerdas. Los sonidos resbalan, chillan y silban apresurados en “Play”, con líneas de doloroso lirismo que se disuelven en fragmentos de escalas, yendo y viniendo por toda la orquesta con la intimidad enigmática de los diálogos en las obras de Beckett.
Las calorías vacías y los escasos periodos de atención de la cultura popular se convierten, sin condescendencia, en algo significativo y conmovedor. En esta compañía, la inerte “Soundings” de Williams, comisionada para la orquesta en la inauguración del Walt Disney Concert Hall en 2003, se vio totalmente sobrepasada: nunca más ni menos profesional, sin un momento de la resplandeciente originalidad que permea los trabajos de Ginastera y Norman.
¿Por qué no eliminarla y tocar en su lugar los 45 minutos completos de “Play”? Después de una “Appalachian Spring” brillante y poco sentimental, Dudamel nos regaló un encore al estilo de Hollywood, sagazmente dirigido: la música romántica de Bernard Herrmann para “Vertigo”, el escabroso lado oscuro del sueño americano de Copland.